La mano de tiza
Frente a La tiza, que es el título del relato que aparece en Días del desván, hemos preferido esta versión, más larga y tal vez más intimista, también de 1997, en la que Luis Mateo nos hace compartir su devoción y la de sus compañeros, y especialmente la de su hermano Antón, por D. Sergio, el maestro que sembró en ellos la fascinación por la belleza de la naturaleza y de la creación plástica; y nos permite atisbar las primeras ilusiones y desilusiones amorosas de aquellos niños.
La selva en tizas de colores en el encerado.
Era la mano de don Sergio un vaivén vertiginoso del que nacía la fronda que iluminaba la oscuridad de la pizarra. Leones, tigres, panteras, reposaban con la quietud de las estampas de ciencias naturales. Dos indígenas nos miraban desde el rincón, en cuclillas, al pie de la primera choza del poblado.
Como un pedazo de paraíso silvestre que invade la retina con el fulgor de los atlas y de los cromos.
Y la mano de don Sergio, ágil, decidida, no reposaba hasta completar aquella panorámica que cubría el encerado entero, y que nosotros desde los pupitres íbamos viendo crecer con asombro.
Tras los ventanales, en las suaves pendientes de los patios de las Escuelas Graduadas que delimitaban las cercas de tela metálica y ladrillo macizo, la lluvia de noviembre nos había robado el recreo.
Era un hombre juvenil, ligeramente ausente tras el resplandor de una sonrisa que alimentaba la vivacidad de sus ojos, el gesto siempre cordial que alberga la disposición bondadosa, apenas matizado por la melancolía.
Cierta aureola de indeciso misterio quedaba flotando alrededor de su figura y de su familia. Los rumores aventuraban oscuras desgracias en un pasado del que pretendían huir, dificultades apenas nombradas, como en un vago entendimiento lleno de oscuridad y compasión.
Había llegado con su mujer y sus dos hijas a ocupar la plaza de maestro transitoriamente, desde muy lejos, y como en el espacio intermedio de dos estaciones. Fuera de toda costumbre decidieron instalarse en la vivienda de la escuela, unas dependencias mal acondicionadas, en la parte trasera, que el desuso había llevado a la decrepitud.
A la selva le habían antecedido los paisajes polares. Y a la tiza de colores y al encerado le sustituían los carboncillos, los difuminos, el papel barba.
Haciendo corro alrededor de don Sergio veíamos perfilarse un par de madreñas que brillaban en el papel, con esos leves surcos de sus dibujos floreados puntillosamente reproducidos. O la figura de un caballo enhiesto, sobre una tabla preparada, que luego grababa a navaja e iluminaba de colores planos.
Las hijas, que eran mucho mayores que nosotros, vivían como en unas extrañas vacaciones, acompañando a la madre al pueblo, perdidas con sus labores y sus libros por las sendas del monte y los prados, guarecidas en el porche de la escuela, viendo llover, comentando nuestros juegos.
Desde los primeros días se nos habían acercado como esas primas de más edad que vierten un halago y una caricia mientras te perdonan tus pocos años.[…].
La madre era una mujer refinada, con esa herencia de las fórmulas que sobreviven casi como muecas o caricaturas, porque fuera del ambiente o tras el naufragio de aquel entorno donde se aprendieron y cultivaron, parecen señales impostadas de algún recuerdo extraño. […]
Bajo el ejemplo de don Sergio quisimos emular la habilidad de las tizas de colores, del carboncillo y del pincel. La escuela iba perdiendo el lóbrego fervor de las tablas de multiplicar y sobre los pupitres se orillaban los cuadernos plagados de borrones, los plumines quebrados, los palilleros, los tinteros de loza blanca donde la tinta de polvo manchaba siempre la superficie con una arandela de azulete.
Las madreñas que dejábamos en el porche para no ensuciar el aula se habían subido a los alféizares, destacadas sus líneas que pretendíamos dibujar como si, por vez primera, las estuviésemos contemplando.
También el Valle venía a nuestras manos, agrupados todos en la cimera del patio, sujetando los utensilios que un viento burlón quería llevarse, mirando la cuerda ondulante de los montes que ascendía en el horizonte de nubes movidas, hasta la comba enorme de Matalachana y el pico de Cueto Nidio.
Lola y Ángeles acabaron por desbordar nuestros amores infantiles con aquellas siembras caprichosas y secretas llenas de halagos, olvidos, exaltaciones y amarguras, […]
Pero ninguno de nosotros llegaba a confesar a los demás el amor que nos salpicaba como una caliente emoción casi indescifrable, la preferencia de aquella última mirada o hasta el beso furtivo que podía acercarse a los labios tras una advertencia maternal, y menos el dramático desengaño de la imprevista sustitución, el dolor de lo que era más que un olvido, casi un agravio.
Salíamos al monte con don Sergio para recoger la leña que serviría para encender la estufa. Todos los alumnos de las Escuelas Graduadas cumplíamos aquel agradable deber con nuestros maestros: repartidos en las laderas cercanas donde los piornos podían arrancarse con facilidad, arrastrando los fejes, dejándoles rodar en el último declive.
La leñera, oscura bajo la trampilla, ocupaba los bajos del aula. Diariamente nos turnábamos de dos en dos para encender la estufa y mantenerla viva.
Don Sergio nos capitaneaba en aquellas excursiones al monte, dispuesto a concentrar nuestra atención desde la atalaya de alguna peña que se abría al panorama del Valle como en un mar de brumas otoñales.
Y era de nuevo su mano, con el índice alzado, la que surcaba aquel espacio detallando colores, volúmenes, perfiles: una reposada descripción que atendíamos como si por primera vez alguien transformara en palabras lo que nuestros ojos habían visto desde siempre. […]
Fue muy avanzada la primavera, cerca ya de las vacaciones, cuando don Sergio y su familia se marcharon. Y supimos que ahora el viaje era más largo que nunca: emigraban a la Argentina.
Lola y Ángeles fantaseaban rememorando aquello que iba a ser la más extraordinaria aventura: distancias plagadas de millas marinas y luego un país de pampas verdes donde corrían los caballos detrás de las vacas.
Nos quedábamos mirando la tierra descarnada del patio, sentados en las barandas del porche, extraviados en la fantasía que ellas desglosaban con aquella especie de fiebre salvadora, más cerca que nunca del esplendor de sus novelas, porque en el mar son largas las noches de luna y por aquellos lejanos parajes cabalga un gaucho y se escucha la melodía de la guitarra.
Don Sergio nos dijo la última tarde que no iba a despedirse, que la escuela y nosotros dentro, allí sentados cada cual en su pupitre, seríamos un recuerdo siempre vivo que estaría para él por encima de cualquier adiós.
Para Lola y Ángeles la despedida fue vernos marchar aquella tarde atravesando los patios hacia el camino, estallando su alegría que a nosotros nos golpeaba sin que ninguno quisiésemos decirlo, ya sin volvernos hacia ellas y corriendo luego desesperadamente hasta la ermita.
Don Higinio, el maestro de la segunda, se ocupó al día siguiente de abrirnos el aula.
Fue como ver otra vez la mano prodigiosa de don Sergio apurando de un golpe los oscuros espacios del encerado. Como sentir la agilidad de su recorrido en un mágico instante de colmados colores.
La luz primaveral que entraba por los ventanales iluminó aquellos paisajes que él nos había dejado allí, dibujados aquella noche antes de partir.
Y eran nuestro pueblo y nuestro Valle tan fielmente reproducidos que la tiza se fundía en el verde de la vega y en el ocre de la dehesa y en el azul del cielo, con hombres y pájaros y vacas, y el rumor vivo de la mañana ascendiendo en el humo caliente de las chimeneas.