Cielo de la distancia
Escuchar texto
Anay Marín García
Manuel Blanco Fernández
Paula Aller Pérez
Beatriz García Miguélez
Vera Menéndez Jardón
Carla Fernández Castañón
Sara Valero Martínez
Isaac Menéndez Sabugo
Lucía Colado Martínez
Sara Fernández Pérez
María González Rabanal
Ana Jardón Cancio
Claudia Ménguez Fernández
Mónica Cordero Thomson
Lidia Fernández González
Contigua a lo que en tiempos fue un humilladero en la Calle Real, posteriormente carbonera y actualmente capillita de la Virgen, y muy cerca del “romano” puente medieval sobre el río San Miguel, se encuentra la casa en la que vivió y trabajó D. Manuel Rico García (1875-1969), que estuvo en la guerra de Cuba, donde parece probado que conoció y tuvo una cierta amistad con el entonces joven periodista Winston Churchill, desplazado a la isla con el fin de estudiar la estrategia de las guerrillas de los insurgentes.
En él se inspiró Luis Mateo para la creación del personaje de Oredio, el Hojalatero del Valle, protagonista de Cielo de la distancia (2000), obra salpicada de supuestos diálogos en los que nuestro paisano y el inglés intercambian reflexiones sobre la huida y el retorno a las raíces, la guerra y la muerte, mientras asisten al crecimiento de la rebelión de los mambises y sobreviven a sangrientas escaramuzas emboscadas en el misterio de una naturaleza exuberante.
CIELO DE LA DISTANCIA
1 Cuando el Hojalatero del Valle se fue a Cuba todavía no era hojalatero. Su padre no sólo no había logrado atarle al oficio, ni siquiera interesarle en él.
En la mente de Oredio existía la idea difusa de que el Valle era como la habitación más pequeña de su casa y eso que todas, exceptuando la cocina, eran pequeñas, y que un espacio así de constreñido agobia más que alienta.
Una idea difusa que no lograba expresar y que ninguno de sus hermanos, primos y amigos, lograban entender.
Con lo último que se podría comparar el Valle era con una habitación, no parecía posible establecer simetrías entre el paisaje y la casa, entre el cielo y los techos que apretaban las vigas desnudas y oscurecía el humo, y que jamás simularían otra nube que no fuera la más negra de la tormenta.
Tuvo que ser el Inglés, aquella noche en que vivaqueaban en un calvero de la selva, el que comprendiera aquella idea confusa que tanto había angustiado a Oredio y que, al fin, era el motivo de que hubiese ido tan lejos, la causa también de que hubiera conocido a aquel curioso personaje al que sirvió de escolta.
El Inglés escribía su crónica con un abultado lapicero, apoyando la libreta de tapas de cuero en la montura del caballo, no lejos de la hoguera que poco a poco se iba extinguiendo y que en ningún momento habían dejado crecer, sólo lo suficiente para calentar el café y los alimentos y espantar los mosquitos.
El amigo del Inglés, que se llamaba Bames, dormía alejado de los rescoldos, más cerca de los caballos y del centinela que no tardaría en avisar a Oredio para que le relevase.
No había ninguna razón para que a Winston todo el mundo le llamara el Inglés y a Bames todos le llamaran Bames siendo tan inglés como Winston.
Desde el primer momento, desde que ambos llegaron al acuartelamiento del general Valdés con algún salvoconducto que el general aceptó complacido, aquel muchachote rubicundo y regordete, de grandes orejas y contumaz calvicie, fue conocido como el Inglés.
A Barnes, más distante, menos locuaz, todos lo conocieron por el apellido, exceptuando el general y algunos oficiales y suboficiales que le llamaban Reginald.
Ambos habían supuesto una entretenida novedad, en aquellos días en que las novedades no pasaban de las escaramuzas más o menos sangrientas pero repetidas, y toda la tropa sabía que había que tratarles con mucha consideración, ya que no sólo eran observadores extranjeros: Winston tenía credenciales de corresponsal de un periódico británico importante, el Daily Graphic.
2 -De otra habitación vengo yo… -dijo el Inglés, que hablaba con lentitud y esfuerzo un castellano muy expresivo- sin que mi madre pueda perdonarlo. Oxfordshire no debe parecerse a ese Valle que recuerdas. Una habitación muy cómoda pero insufrible cuando lo que se quiere es huir, ver lo que hay más lejos, al otro lado del mundo a ser posible. Mi madre no lo perdona pero me ayuda.
El Inglés guardaba la libreta y el lapicero.
Oredio llevaba varios días en la escolta y había sido el Inglés quien había iniciado las confidencias, interesado también en conocer la opinión de Oredio y los demás soldados sobre aquella rebelión que estallaba de forma tan sangrienta.
-Todo empieza aquí mismo… -dijo el Inglés llevando la mano a la frente, mientras se recostaba en la montura y extendía la manta sobre las piernas-. La idea de marchar es una inquietud antes que una idea, por eso estabas confuso. Luego huyes y recuerdas lo que dejaste, yo principalmente a mi madre porque, a pesar de todo, soy un buen hijo, no pienses otra cosa.
-Yo no lo soy tanto… -reconoció Oredio-. Mi padre es hojalatero, un oficio que igual no conoces aunque, pensándolo bien, también habrá hojalateros en Inglaterra. Mi madre se conforma con tener la lágrima fácil, llorando pasa la vida. Me fui con lo puesto y, si te digo la verdad, todavía ni les he escrito.
-Mal comportamiento, muy mal hecho… -reconvino el Inglés-. Se vaya donde se vaya, hay que dar señales. Un poco de consuelo se merecen los que quedan, y especialmente los que se abandonan. A mi madre la escribo todas las semanas, es algo que nunca dejaré de hacer.
-Nada se me ocurre decirles.
-Acá en Cuba corren malos tiempos… -constató el Inglés- porque estas escaramuzas son ya propias de una auténtica rebelión. Ésta será una guerra verdadera, no lo dudes, y en ella estás metido. Cuando el peligro es más grande hay que ser más cuidadoso. Escribe pronto, hazme caso.
-Metido sin remisión, eso sí… -reconoció Oredio, que sorbía lo que quedaba del recuelo de un café todavía amargo-. Fueron las malas amistades las que me trajeron al ejército, y ya ves en qué momento. Viví a gusto en Camagüey y en Santa Clara, trabajando sin problemas. Luego me fui a La Habana, gasté los ahorros, me vi con la soga al cuello. Los malos amigos no echan una mano cuando hace falta, la echan cuando menos se necesita. Me alisté porque no veía otra alternativa, en la Isla ya no existe el mejor ambiente para andar por ahí suelto…
-Los insurrectos ganan posiciones, en poco tiempo toda la Isla estará patas arriba, como vosotros decís. Es la guerra, querido amigo. Aquella habitación la echarás de menos, a todo el que se marcha le acaba pasando lo mismo. Me acuerdo de mi madre, aunque el recuerdo no me borra la inquietud.
El Inglés había cerrado los ojos.
Las brasas amagaban un rumor en el que las intermitentes crepitaciones parecían disparos lejanos que alteraban con un respingo el sueño de los durmientes.
El calvero no era extenso, lo cruzaba un camino mal señalado con algunas piedras y producía esa sensación recóndita de las guaridas vegetales que infunden más misterio que seguridad.
La atmósfera se aliviaba en la noche húmeda de enero, y un rumor más lejano que el de las brasas de la hoguera repercutía en la fronda oscura, como un eco de élitros y respiraciones, un ruido opaco y tenaz de bichos y plantas.
Era ese rumor el que mejor contribuía al sueño de los soldados, que se conciliaba como un sueño peligroso, casi letal, al que se entregaban como si a la mismísima muerte se entregasen. Un sueño profundo y reparador, el único posible, del que se regresaba con la conciencia del que acaba de salvarse.
Esa conciencia satisfecha de quien despierta constatando que está vivo, a la que cada mañana se refería con cierta sorna Reginald Barnes, el otro inglés, de quien Oredio sólo llegó a saber que mantenía amistad con Winston desde que se conocieron en la Academia Militar de Sandhurst, a la que se había referido en alguna ocasión, sobre todo cuando se hacía un comentario estratégico de armas o movimientos.
-¿Y ese Valle no merece la pena…? -inquirió el Inglés con la voz somnolienta de quien acaba de expulsar el humo del último cigarro.
3 – Oredio el Hojalatero pudo constatar, algunos años más tarde, no sólo que el Valle merecía la pena sino que no habría otro destino en su existencia que el de aquella habitación que se había quedado prendida en el recuerdo de una difusa idea de juventud.
Con la huida cumplió lo que aquella inquietud le dictaba, como si la confusión hubiese sido el acicate para buscar una lucidez que le permitiera la conformidad de su vida, si es que la inquietud tenía fin.
Se lo había explicado muy bien aquel Inglés rubicundo y parlanchín que tanto se había alarmado la mañana siguiente de aquella noche en el calvero, cuando el caballo que llevaba del ronzal se asustó con los primeros disparos de los mambises y, apenas había trotado un poco por la senda que abría la salida de la selva hacia el frente del cerro, cayó atravesado por las balas que agujerearon sus costillas.
Tanto se había alarmado el Inglés que no acababa de reaccionar y casi hubo que empujarlo para que se pusiera a cubierto. El caballo, en cuya montura iban sus pertrechos y la libreta de la tapa de cuero donde escribía las crónicas, se desangraba entre los espasmos silenciosos que hacían verter con mayor ímpetu el líquido rojo que iba tiznando el brillo castaño de la piel.
La muerte manaba de un modo que el Inglés jamás habría visto, y los tiros aislados siguieron tronando al menos durante media hora como avisos extraviados de la misma.
Al caballo hubo que rematarlo cuando ya pareció razonable seguir la marcha, y el Inglés soportó mal la broma de su amigo Bames, que se adelantó para recoger sus cosas de la montura y le ofreció la mano manchada de rojo antes de entregárselas.
-No entiendo la muerte… -recordaba haber oído Oredio musitar al Inglés, que desde aquel suceso se había retraído entre los soldados de la escolta sin aceptar el caballo con que pretendían que sustituyera el suyo-. Tanto me cuesta comprender la vida, para encima entender la muerte…
Tampoco la entendía el Hojalatero y, sin embargo, en lo que sucedió en aquellos meses en que la insurrección fue fraguando en la guerra que vaticinaba su amigo, cuando el frente comenzó a multiplicarse y la muerte fue la compañía habitual en las incursiones y escaramuzas, su comprensión no se hizo necesaria.
La muerte era el saldo más inmediato de la vida, un suceso casi trivial en el suma y sigue de aquella existencia miserable que, al fin, en ella encontraba su sentido.
-No se entiende… -diría el Hojalatero tantos años después a sus nietos, en los atardeceres del Valle que propagaban el oscurecer de su ceguera- porque hay que contar los muertos cada día para hacerse una idea de ella, y aunque los muertos sean muchos no acaba uno de comprenderla.
4 -Supongo que sí, que merece la pena… – contestó Oredio, y vio que el Inglés abría el ojo izquierdo como en un guiño burlón, mientras el centinela le chistaba nervioso para que fuese a relevarlo.
Sorteó la hoguera después de ajustarse el correaje y las cartucheras y colgar el fusil al hombro.
-Me lo tienes que contar… -dijo el Inglés, a punto de dar la vuelta para recostarse sobre el hombro izquierdo, sin disimular ya el sueño que le hacía bostezar.
Había una piedra en el límite oriental del calvero, no lejos de donde los caballos pacían tranquilos.
El espesor de la selva se expandía con más ligereza por la línea del camino y era posible atisbar una lejanía menos oscura, aunque tampoco la piedra permitía elevar demasiado la mirada.
Oredio se apostó, puso el fusil al Iado y miró a lo alto, al cielo que la noche colgaba en el más allá de las copas revueltas, de las estrellas imposibles.
Ese techo del calvero le hizo sentir la profundidad de la sima marina con que recordaba las noches de su navegación, aquel terrible viaje desde el puerto de Santander que dejaba un rastro mohoso de algas y salitre, una angustia de millas contaminadas por la podredumbre del mar y los vómitos.
Como tantas otras noches la soledad del centinela alumbró algún recuerdo cálido de la infancia, ya que en la adolescencia había pocos que tuvieran esa temperatura.
Las palabras del Inglés le incitaron a ello, como si el acicate de la memoria, al que era tan propenso para contar sus cosas, casi siempre con referencias a un mundo que Oredio no lograba siquiera situar, contuviera un buen ejemplo a seguir.
-El cielo de Oxfordshire… -decía a veces el Inglés como si rememora algo que sólo pertenecía a su imaginación, y limpiaba el sudor de la frente con la manga de la chaquetilla y suspiraba medroso bajo la sombra vegetal que exprimía la atmósfera y dificultaba la respiración.
-El del Valle… -musitaba Oredio cuando iba a su lado, en la fila que acabaría extraviándolos hasta que encontraran el calvero, mucho más tarde de lo previsto, probablemente con la noche encima y una absurda sensación de llevar mucho tiempo dando vueltas en una rara espiral en la que siempre pisaban lo mismo, algo parecido a la piel recién abandonada de un reptil diminuto o la cáscara húmeda de un insecto.
Una luz en el techo, un relumbre de leña bien seca, como la que su padre acarreaba para que su madre atizara la cocina.
El relumbre diseminaba la luz del techo, la hacía huir más allá de las vigas que la ceniza salpicaba con el cardenillo de la combustión.
Esa misma luz cenicienta colgaba del cielo del Valle entre el humo de las chimeneas, que manaban con la misma lentitud en los tejados de todos los pueblos.
-Ahora podría nevar… -se dijo Oredio, sujetando mejor el fusil, afinando la conciencia del centinela con el recuerdo de las órdenes del Sargento, que repetía incansable la misma consigna: no hay que fiarse, el rebelde no duerme.
El cielo opaco, la distancia del pensamiento que debe viajar en el rumor sinuoso de la noche, donde las respiraciones se alborotan un instante porque el sueño de los bichos de la selva es un sueño extremadamente inquieto, un delirio lleno de convulsiones.
Ese cielo de la nieve tiene un mínimo contacto con el brillo lunar que durante un momento riega el calvero y hace que los caballos muevan la cola más de lo debido, y hasta alcen las patas traseras en un movimiento de inconsciente alerta.
La nieve toca primero la punta de Cueto Nidio, luego poco a poco toma posesión de todas las cumbres del Valle, más tarde va bajando por las laderas como si la desprendiera la niebla o la nube la cerniese igual que la harina húmeda que colma la artesa antes de amasar.
Cerró los ojos
-Sólo los cierro un poco… -se dijo a sí mismo como si se disculpara con el Sargento o lo hiciera sólo para comprobar cómo la lejanía se diluye en el recuerdo y la distancia acorta la voluntad de ese cielo cercano que acaba de petrificar el Valle entre esquirlas de hielo y minerales blancos.
5- Hacían un recorrido de una punta a otra del frente, que ya comenzaba a desperdigarse sobre la línea alzada del cerro.
En el centro de esa línea había asistido el Inglés a las escaramuzas más persistentes y sangrientas.
Los mambises atacaban con un calculado desorden y los españoles contrarrestaban el ataque sin excesiva convicción y luego perseguían a los rezagados, que más que rezagados parecían despistados.
De ese desorden hablaban las primeras crónicas del Inglés, que aparecieron en el Daily Graphic como despachos titulados «Cartas desde el frente».
Con lo que había visto y con lo que le habían contado describía el afán incendiario de los insurrectos, los actos de bandidaje que les llevaban a quemar los campos de caña de azúcar, a disparar indiscriminadamente desde los setos y sobre los campamentos dormidos, a destruir con dinamita las propiedades que estuvieran a su alcance.
También pronosticaba esa guerra abierta en la que confluiría una auténtica revuelta nacional, porque los cubanos estaban abrumados por los impuestos en parecida medida al saqueo que los españoles habían hecho en la Isla, que tenía las industrias paralizadas y cortada cualquier posibilidad de desarrollo.
La corrupción se había instaurado en todo el tejido administrativo de la Colonia, explicaba el Inglés en sus crónicas.
Era de lo que menos sabía Oredio, de lo que menos acabaría hablando el Hojalatero del Valle.
Los tres años de la desordenada contienda los vivió con la conciencia extraviada de quien no acaba de distinguir la trayectoria de las balas, de quien queda huérfano en la reserva de un destacamento o tirado al pie de la trinchera donde todos huyeron después de la última explosión.
Hasta que un día una de aquella balas perdidas impactó en su pierna derecha y fue un milagro que la gangrena no se lo llevase.
-Cojo mejor que lisiado… -decía el Hojalatero, haciendo una sutil diferencia en el destino de la desgracia-. El cojo sujeta lo que el lisiado no puede, y en el oficio de la hojalatería hay que sujetar y templar.
Estiraba la pierna derecha, la movía como un apósito antes de incorporarse, y en la huella que dejaba en el suelo el penoso arrastre quedaba la indicación de lo que había sido una aventura que nunca acababa de contar del todo.
-Nunca se supo lo que hiciste… -decía alguno de los viejos amigos de aquella adolescencia destemplada, en la que el Hojalatero comenzó a sentir que el Valle era una habitación inhóspita-. Tanto tiempo y tan lejos y apenas cuentas nada…
-De Camagüey la zafra y de Santa Clara el cacao, de La Habana los pechos de una mulata, qué otra cosa podría recordar, a no ser lo que me dijo un Inglés que vino a la guerra y fue el culpable de que el alma se me llenara con el recuerdo del Valle.
6 Estaba despierto. Había encendido otro cigarro. Las brasas de la hoguera apenas rezumaban bajo la ceniza.
-¿Ninguna novedad…? -inquirió, cuando Oredio dejó el fusil y se quitó los correajes para acostarse. -Ninguna.
-¿Es verdad que el otro día cumpliste ventiún años…?
-Justo veintiuno, el treinta de diciembre.
-¿Vas a creerme si te digo que yo cumplí los mismos ese mismo día…?
– No, ya sería demasiada casualidad.
– La vida está llena de ellas. Se me metió en la cabeza venir a Cuba y convencí a Reginald, no creas que fue difícil. Me interesa esta guerra, la estrategia de las guerrilas, lo que me contó el general Valdés, lo que militarmente va a suceder en la Isla. Lo que te enseñan en la Academia tiene poco que ver con todo esto.
-Aprenderás mucho, no lo dudo… -dijo Oredio arrastrando la montura cerca del Inglés y aceptando uno de sus cigarros.
-Una casualidad como otra cualquiera… -le escuchó musitar, mientras tendía la manta y se acostaba.
-El capricho de venir tan lejos, cada cual con lo suyo, y la casualidad de cumplir los mismos años el mismo día, si es verdad lo que dices.
-Te lo juro… -afirmó el Inglés muy serio.
Guardaron silencio.
La noche del calvero era menos densa que la noche cercana que se derretía entre la vegetación como una masa informe, pero era también una noche más desabrigada y, como tal, más misteriosa, una noche incierta en la que el fulgor del cielo matizaba el abismo y la profundidad del desamparo.
El Inglés reconoció que le costaba más trabajo dormir en el calvero que en el propio interior de la selva o en el cerro.
Transpiraba más de lo debido y el sudor frío le calaba los huesos.
-Te dije antes que me lo tenías que contar… – requirió a Oredio, que se había acomodado bajo la manta y fumaba ensimismado.
-¿Qué era lo que te tenía que contar…?
-El Valle… -dijo el Inglés-. No te quedará más remedio que volver y harás mal si no lo haces. La aventura que hay que olvidar es ésta, no aquella. La vida está allí, no aquí.
-Nieva… -dijo entonces Oredio, y le pareció que el Inglés no había escuchado o entendido aquella palabra, que brotaba de sus labios sin que él mismo supiera si se trataba de una premonición o un recuerdo.
-El cielo es el vientre de un animal antiguo y manso, decía un poeta romántico de mi tierra… -le escuchó citar con calculada lentitud, como si lo recordara de una lectura de la infancia-. El vientre del cielo, la mansedumbre del sueño, la antigüedad de la nieve, los dones del invierno, decía el poeta.
-Te haré caso… -decidió Oredio.
-Yo me iré antes que tú, voy a escribir como mucho cinco crónicas, otra semana y me vuelvo a La Habana y en seguida a Nueva York. Si puedes, no cumplas más años en la Isla.
Habría otras guerras y el Inglés estaría en ellas.
La curiosidad del corresponsal no se acabaría en Sudán ni en la India ni en el Transvaal. Esa curiosidad por la guerra probablemente forjaría el talante del político, la aventura que le esperaba después.
-No me duermo… -dijo Winston.
-Ni yo… -reconoció Oredio, dándose la vuelta y estirando la manta.
De nuevo guardaron silencio. La noche se colmaba en el abismo del calvero. Una rala luz fue difuminando las estrellas que parecían puntas diminutas.
El cielo no era un vientre que contuviera el sueño del invierno, la nieve lejana, aunque Oredio seguía pensando en ella.
Llegó un brillo de claridad extraña y con él una especie de grito que descompuso el rumor de la floresta y asustó a los caballos que empezaron a patear excitados.
-¿Qué fue eso…? -preguntó Winston asustado, con el cigarro a punto de caérsele de los labios.
-Tocan diana… -dijo Oredio irónico y resignado, como tantas veces repetiría el Hojalatero del Valle a lo largo de su vida para convencerse de que llegaba el momento de empezar el trabajo, siempre en el último rincón de la habitación más pequeña de la casa, al Iado de la cocina en cuyo fogón fundía el estaño