Viento minero
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Vino el tren como todas las mañanas y del vagón de viajeros bajó, cuando ya parecía que no bajaba nadie, un rubio más alto que un aliso y más lento que las ramas del mismo árbol cuando el viento no es capaz de moverlas.
Vestía el rubio una chaqueta a cuadros y un pantalón bombacho, llevaba un maletín en la mano derecha y una boquilla con el pitillo apagado en los labios.
El tramo ferroviario se había ido ampliando con bastante dificultad porque la orografía del Valle era complicada y, además, había muchos intereses contra- puestos entre las Compañías del Ferrocarril y la Mina.
El progreso y la industria andan juntos cuando los beneficios no los separan, la beneficencia no es el mejor atributo de la inversión, se explota lo que renta y el que más se prevalece del rendimiento es el que acaba llevando el gato al agua, decían en el Valle los que todavía veían con escepticismo la transformación minera, sin atreverse a alzar la voz más de lo debido.
El tren minero sólo comenzó a compaginar su recorrido con el transporte de viajeros cuando se completó la línea. Se había convertido en un mixto que al menos en algunos viajes permitiría ir y venir a las gentes de las aldeas, que llevaban algún tiempo viendo pasar aquellos convoyes sucios y grasientos, que derramaban el carbón como si les sobrara o no dieran abasto a transportarlo. Carbón y pasajeros, era lo que llevaban pidiendo en el Valle desde hacía tiempo: el humo de las santafés y el verdadero estruendo del progreso por donde el silencio huele a pobreza.
El rubio que bajó aquella mañana, cuando el mixto llevaba menos de un mes funcionando, dejó que el viento lamiera con lentitud el humo, quedó quieto en el andén, no se sabía si le pesaba el maletín o venía cansado o, en el peor de los casos, no tenía idea de a dónde ir.
Los que repararon en él no tuvieron la sensación de contabilizar a un extraño, les pareció que el rubio movía la cresta con la complacencia del gallo que reconoce el corral o del propio aliso que se cimbrea mansamente con el viento que más le gusta.
Encendió un fósforo, pero no llegó a encender el pitillo menguado de la boquilla, y dejó que el fósforo se apagara en los dedos.
-El fin del mundo… -dicen que dijo los que llegaron a escucharle, allí quieto en el andén, mientras se limpiaba la carbonilla de las solapas y movía la cabeza como si al fin considerara la realidad de aquel destino-. ¿En el pueblo hay sitio donde hospedarse o el que no tiene techo se las arregla al sereno…? -inquirió cuando el Factor llegó a su lado.
-Pregunte por doña Canda… -le informó el Factor- limpieza y formalidad a partes iguales. Y tenga en cuenta que el fin del mundo ya no es el que fue. La hulla trajo el ferrocarril y los ingenieros, no hay ejército al que no le guste más el mando que la tropa. En el Valle cada día hay más forasteros que naturales, la hulla y el ferrocarril ayudan a que así sea. Viene la gente con los caprichos que tenía, dispuesta como poco a triplicarlos, nadie se achanta, y de este modo corre el dinero como en cualquier Capital que se precie. Aquí ya podemos decir que somos mundiales.
-No digo que el fin del mundo fuera el que fue… -reconoció el rubio acariciándole la cabeza al perro del Factor, uno de esos bichos ferroviarios que tienen la cola más tiznada que inquieta-. Digo que el mundo se acaba donde más se tarda en llegar, y no voy a contarle lo que tardé. Otra cosa será que el viaje me valga, y la primera providencia es que esa mujer, que tanto me pondera, me dé acomodo. Limpieza y formalidad, más no necesito.
Nadie se percató de que el rubio era teñido, ni siquiera doña Canda, y eso que la buena mujer calaba a los huéspedes a primera vista: la solvencia, el trato, las manías y, por supuesto, cualquier detalle que insinuara la más mínima rareza o extravagancia.
El porte y la indumentaria le daban al recién llegado un aire distinguido, y la boquilla le servía para que resaltara el brillo de los dientes.
-El pelo no era el de la dehesa… -diría doña Canda cuando el rubio se fue veinte días después en el mismo vagón solitario- porque la colonia tampoco lo permitía. Ahora bien, de estar teñido no tenía la menor apariencia. Era un hombre especial pero no se me ocurrió pensar que lo fuera por el hecho de ser rubio. Educado, agradable, cumplidor, ¿qué más se puede decir…?
2 Aquella misma noche en el Cavila, el bar más renombrado del Valle, donde lo mismo podía beberse un champán francés que un whisky de malta, jugó el rubio las primeras partidas, haciendo del dinero más ostentación que cualquiera de los jugadores habituales, perdiendo más que ganando y con pocos miramientos.
Parecía uno de esos jugadores entretenidos, ilusos, tarambanas, que se fijan poco porque da la impresión de que les sobra el dinero y no saben cómo pasar el rato.
-Del azar me prevalezco para que la vida sea más placentera… -decía el rubio cuando la racha era mala, sin perder la sonrisa y sin que la boquilla dejara de moverse entre los dientes-. Me peta el ambiente minero. El oro dorado para los anillos, el negro para la siderurgia. Las manos sucias del picador mejor que las limpias del contable.
-A usted por lo que se dice y comenta lo están llevando al huerto unos desaprensivos… -se atrevió a comentarle un día doña Canda, que sentía casi tanta conmiseración como afecto por aquel huésped tan educado y especial-El tren incrementó el vicio del juego, ya que de estación en estación se disimula mejor lo que se gana y se pierde. Ahora bien, el que pierde hasta las pestañas siempre lo hace en beneficio del más taimado, en el juego como en la vida al más ingenuo lo toman por el más tonto. No se entiende que haya venido tan lejos a que lo desplumen.
Pasaron veinte días, era fin de mes y, como cada sábado último, concurrieron al Cavila los ingenieros y directivos, la flor y nata de la Compañía minera.
Era la partida mensual por la que el rubio había demostrado especial interés, desde que se enteró que se celebraba. Una partida famosa en todo el Valle y a la que con frecuencia venía algún invitado que hubiera hecho méritos suficientes, como solían decir los habituales, sólo que no era normal que vinieran en el mixto sino en alguno de aquellos coches a los que la chapa les relucía como una coraza de antracita.
-El palomo tiene más ganas que nadie… -informó el propio Cavila a la concurrencia.
-En las partidas de postín como en la vida en general no juega el que quiere, sólo el que puede y con las credenciales compulsadas… -dijo el Ingeniero-jefe, que era el más zumbón de todos ellos y al que más se le reían las gracias.
Al rubio no le dejaron sentarse hasta media noche.
Se jugaba a tope. Había en el Cavila un ambiente caldeado, con más whisky y champán que nunca.
-Sólo las consumiciones valían un Potosí… -contaba Meandro, que era un minero cojo y silicótico que pasaba la vida en el Cavila, dispuesto a aceptar cualquier invitación-. Con lo que llegó a haber encima de la mesa se hubieran podido cerrar las minas del Valle entero, probablemente el Valle mismo.
3 Amaneció el domingo.
El Cavila permanecía cerrado a cal y canto, sin que nadie hubiera salido. De la timba no había noticia.
Tocó a misa la campana de la ermita. Las doce y media.
A primera hora de la tarde un parroquiano despistado aporreó la puerta del bar.
-Cerrado por defunción -dijo desde dentro la voz molesta del dueño.
Ya era de noche.
La bombilla de la puerta del bar no se había apagado desde la noche anterior, se apagó la mañana del lunes cuando, al fin, se fueron los participantes en la timba, que por la cara parecían venir de velar un cadáver.
El mixto salió a las ocho cuarenta y tres.
Era un lunes nublado, llovía a mares.
Las laderas del Valle escurrían la propia suciedad de los lavaderos como si el agua ya cayese sucia de las nubes.
4 -Equipaje propiamente dicho no trajo, más allá del maletín y la muda… -comentaba doña Canda.
El rubio tomó el mixto.
Habían enganchado el vagón de viajeros a la cola del mercancías y esa era la razón de que el Factor comentara que no sólo había sido el único en subirse, también el último, entendiendo que en cualquier expedición el final es lo más solitario, del mismo modo que la punta de la cola de un perro es el límite de lo que tiene.
-No estaba el rubio tan arreglado como cuando llegó, la chaqueta y los pantalones bombachos se habían arrugado, las ramas del aliso se veían un tanto abatidas, no tenía la boquilla en los labios, el viento minero había hecho de las suyas.
-Y desteñía… -dijo doña Canda-. Aquel pelo no era el mismo, lo que me hizo caer en la cuenta de que ese pelo no era el suyo.
-Yo reconocí al hijo de Pesero cuando todos pusieron en la mesa el último talón y él sacó del bolsillo interior de la chaqueta una baraja que daba grima verla… -contó Meandro, el silicótico.
Probablemente era el más indicado para reconocerlo porque era el que había compartido más horas de trabajo con Pesero, y el rubio algo tendría de los ojos del padre, acaso el mismo brillo que hace que las hojas de los alisos se parezcan.
Despistaba el pelo, ya que un rubio no es posible en una familia de tostados, pero habría querido disimular.
-¿No querrá que juguemos con esa porquería…? … -había dicho el Administrador, que de todos los presentes era el que hacía mayores esfuerzos para que no se le cerrasen los ojos.
Para ese momento no quedaba títere con cabeza en la mesa, y el mismo Cavila tenía la impresión de que el bar había enmohecido, como si los estucados y las cristaleras chorrearan un barro mineral que derretía la noche.
-Si vuelvo a ganar la última mano… -advirtió el rubio muy circunspecto- con esta baraja les concedo la definitiva oportunidad, a la carta más alta: todo lo que llevo ganado por la última peseta que cada cual guarde en el bolsillo. La misericordia del entibador es el prurito del hijo del mismo y hoy le hago este homenaje a mi padre.
-Pesero, el de Lumajo, otro no hubo tan grande y tan callado. Todos los pozos que yo trabajé hasta verme como me veo los entibó él… -dijo Meandro-. El hijo era la rama del mismo árbol, no me cupo duda, por mucho que el pelo engañase. Jugaba sin rechistar y en los envites había la misma determinación que en los apuntalamientos.
Perdieron sin remedio, y con las cartas de aquella baraja mugrienta volvieron a perder hasta el último céntimo.
No cerrarían las minas del Valle pero la propia empresa minera iba a tener problemas después de aquel desaguisado.
-La baraja es tuya, Meandro… -me dijo el rubio cuando acabó de recoger el dinero y los talones-. Jugabais con ella en el Pozo Cillera entre barreno y barreno y me consta que jamás ganasteis otra cosa que alguna llamada al orden del Capataz.
-Pocos en el Valle se acuerdan de Pesero porque los años no pasan en balde y los hombres de la mina pierden relieve cuando la dejan, pero agrada ver cómo los hijos no olvidan a los padres.
Me presta que el fin del mundo ya no lo sea, dicen que le dijo el rubio al Factor, antes de subirse al vagón y acariciar al perro ferroviario que movía la cola como si temiera que iban a abandonarlo. El progreso a todos nos hace progresar y hasta que el Valle progresó no quise volver. De un tiempo a esta parte, lo único que saboreo en la vida es el champán francés.
Nota: Este relato aparece, con variantes y bajo el título de “El aliso”, en El árbol de los cuentos, Madrid, Federación de Asociaciones de Profesores de Español, 1999.
