La boda
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Orzo se había ido de viaje con los padres y la idea de que los niños acudieran invitados a la boda, representando a la familia, había sido una idea de última hora: la ocurrencia de la madrina y otros familiares de la novia que habían pensado sobre la marcha que alguien los llevara.
Ellos estaban aquella mañana festiva en el Desván y cuando Dalta los llamó se sometieron, un tanto desconcertados pero obedientes, al rápido arreglo con que iba a ofrecérselos a Lulio, el hermano de la madrina, limpios y lustrosos con sus pantalones nuevos y sus camisas blancas , repeinados y olorosos como si en vez del Desván los hubiese rescatado de la rosaleda.
Fueron las amigas de la novia las que se encargaron de ellos. El desconcierto seguía cediendo a la obediencia y no les quedaba más remedio que someterse a aquella especie de juego en el que eran festejados, como si su condición de invitados inocentes, que no comprendían del todo lo que pintaban allí, entre el alboroto y la alegría de tanta gente, requiriese especiales atenciones y cuidado.
A Griseria y a Lipio los conocían los niños desde siempre pero aquella mañana los vieron como nunca podían imaginarlos, presidiendo, del brazo de los respectivos padrinos, la lenta procesión de los invitados que componían la comitiva que cruzaba San Miguel hasta el barrio alto de la iglesia.
Con las amigas de la novia, en uno de los primeros bancos, siguieron la ceremonia y, entre el incienso y el rumor de los cercanos cuchicheos, se fueron quedando dormidos, mutuamente apoyados en los hombros, hasta que el armonio estalló con su marcha desinflada y Griseria y Lipio comenzaron a bajar los peldaños del altar cogidos del brazo.
La novia surgía del sueño de los hermanos como una guirnalda que flotaba en el monte, sobre las genistas primaverales, y el novio estaba quieto entre los helechos del bosque y hacía un gesto de inquietud, como si ella se alejara sin que pudiese retenerla.
Vieron a Griseria y a Lipio bailar en el centro del salón donde se celebraba el banquete. Las mesas formaban un rectángulo que dejaba libre el espacio interior para el baile, cuando todos los brindis se cumplieron y el lino de los manteles amarilleaba arrugado después de los infinitos platos del banquete.
Los hermanos regresaron al sueño en la esquina de la mesa donde, a lo largo de tres horas, no habían podido rehusar nada de lo que les servían, ahítos y estragados igual que dos diminutas boas que habían perdido la conciencia entre la algarabía y la música.
Griseria y Lipio se habían difuminado en el sueño, como si la guirnalda hubiese quedado extraviada en el viento y los helechos borraran cualquier huella, pero persistía la inquietud de aquella separación que desorientaba el destino de los novios incrementando la desazón de los durmientes.
Nadie sabía dónde estaban los niños y cuando la madrina le dijo a Lulio que los buscase para devolverlos a casa, todos se percataron de que hacía mucho que se habían olvidado de ellos. Nadie daba cuenta en el salón de aquellos dos repeinados hermanos que vestían el mismo pantalón y la misma camisa blanca y que comían, cariacontecidos y resignados, en la esquina de la mesa, apoyados uno en otro con las cabezas reclinadas en los respectivos hombros.
Lulio los encontró debajo de la mesa, ocultos tras las faldas del mantel que cubría el sueño de su indigestión. Dalta tuvo que velarles aquella noche en que volvieron a soñar con Griseria y Lipio y a llamarles en la niebla de su compartida pesadilla, como si los novios huyeran por el monte desperdiciando la felicidad de la boda.
– Se casan los primos carnales… -dijo Ciro al día siguiente sin que ellos le comprendieran, mientras permanecían recostados en el baúl con la mirada triste y el estómago sucio- y la boda es la misma pero el matrimonio no.
