La casa de Sierra Pambley

Las lecciones de las cosas

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Alejandro Villar Fernández
Emilia Riesco Almarza
Rubén Rubio García
Marisa Robla Blanco
Maritere Fernández Álvarez
Cecilia Rubio Barrios
José Javier Díez Prieto
Susana Fernández Méndez
José Ramón Muñiz Álvarez
Elena Ferrero de Lucas
Ana Abello Verano
Alba Collar Álvarez
Hernán Ezquerro Calvo
María José Santos Cabero
Pablo Antonio Merino Antón
Pilar Alonso Morán
Lucía Lombardía Suárez

En el otoño de 1885 D. Paco Sierra recibió a D. Francisco Giner de los Ríos, D. Manuel Bartolomé Cosío y D. Gumersindo de Azcárate en esta casona construida en 1774 y remodelada a principios de este siglo según proyecto del arquitecto lacianiego Jesús Fernández Menéndez. En la reunión que los cuatro mantuvieron en la cocina, al calor de la lumbre, acordaron la fundación de la primera Escuela de Enseñanza Mercantil y Agrícola, siguiendo los principios de la Institución Libre de Enseñanza.

 En Las lecciones de las cosas (2000) Luis Mateo recrea y enriquece este acontecimiento tan trascendental para Laciana mezclando situaciones y diálogos ficticios con la historia real de la familia Sierra, del Valle y de España, con teoría de la creación literaria, con reflexiones pedagógicas, con sugerentes descripciones de los escenarios, etc. envuelto todo ello en un lenguaje riquísimo, cambiante según el personaje, el tema o la situación y, en no pocas ocasiones, cargado de lirismo.  

 

 

El cochero vio la luz en el puente de Río Oscuro, una candela que titilaba como una estrella diminuta, y de los viajeros el primero en percibirla fue Cossío, que acababa de asomarse porque había creído escuchar la voz del cochero anunciando algo.

– O es la posta o es el fin del mundo… – murmuró Giner, que iba sentado al lado de Azcárate, con el que compartía la pesada manta con la que se habían ido cubriendo con más codicia desde el atardecer.

El cochero detuvo los caballos. Oyeron el piafar y sintieron, como tantas veces a lo largo de la jornada, el desasosiego del tiro.

– Nos hacen señas… – dijo el cochero, dispuesto a calcular la orientación para virar al puente.

– ¿Es Río Oscuro…? – le inquirió Cossío, abriendo la portezuela y alzando la voz.

– Debiera serlo por lo que pueda suponerse… – dijo el cochero -. Después de tanto bajar yo ya no doy crédito a nada. Era mi cuñado el que hacía esta ruta, ya les avisé.

– El aviso no justifica que nos haya dado el viaje de este modo… – afirmó Azcárate, molesto -. Es verdad que con su cuñado se viaja que da gusto, pero nadie se libra de caer malo. En cualquier caso, el día se echa entero, de la mañana a la noche. Lo que no compensa es tener que aguantar a un pelma de esta categoría…

– Atienda la señal… – ordenó Cossío -, seguro que nos están esperando.

– Don Paco y Pedro Alonso, no lo duden… – confirmó Azcárate -. Ese hombre no hubiera dejado en manos de nadie el salir a recibirnos. Pedro Alonso es su sombra, un criado fiel donde los haya.

El carruaje enfiló el puente con el recelo de los caballos transmitido por la falta de convicción del cochero que calculaba indeciso la entrada.

En seguida se acercó corriendo un hombre con un farol y, tras él, otros dispuestos a ayudar.

– La posta está en la casa de arriba… – dijo uno de ellos, templando el tiro con mucho mando -, pero los señores se quedan aquí.

– Ahora hay que andar… – anunció Azcárate, suspirando -. No nos vendrá mal mover un poco las piernas, aunque la noche no lo agradezca. Un primero de noviembre en el Valle no lo sostiene la nieve de puro milagro.

2  Cuando don Manuel Bartolomé Cossío recordara aquella noche de mil ochocientos ochenta y cinco, cincuenta años más tarde, en las palabras que dejó escritas para ser leídas con motivo de la inauguración de la fuente pública erigida en homenaje a don Francisco Sierra Pambley por los pueblos de Babia y Laciana, citaría el viejo refrán lacianiego que anuncia que las nieves no están en las puertas pero sí en los altos.

Estaban en las cumbres y algo más bajas, porque algunas de las neblinas hoscas que lamían las laderas como lenguas derretidas traían el vuelo de algún copo suelto que se estrellaba en el cristal de la portezuela del carruaje, sobre todo desde que avistaron las crestas de Peña Ubiña.

– Suerte si lo contamos sin que la nieve sea el motivo… – había dicho don Gurmersindo de Azcárate, tras la posta de Cabrillanes, donde el cochero se había metido para el cuerpo medio litro de vino caliente después de mentar por enésima vez su insolvencia en aquella ruta, la mala ocurrencia de sustituir al cuñado enfermo.

Pero el cielo del oscurecer trajo un viento arrasado que fue barriendo nubes y neblinas y una claridad seca y caliza abrió el brillo del firmamento, como si las peñas blancas ganaran su fulgor en el espejo de la noche.

– Parece que no solo nos vamos salvando de la nieve… – comentó don Francisco Giner de los Ríos, mientras los tres admiraban atónitos aquel fulgor de plata que iluminaba la vega y hacía presentir la lejanía de los pueblos dormidos -, sino que vamos ganando el favor de la luna. Esto, señores, no es moco de pavo, la luna es el mejor presentimiento. Un día tan arduo como el que llevamos no podía tener mejor presagio.

– Cossío que es el que más se queja, casi tanto como ese pelma del cochero, tendrá que admitirlo… – dijo Azcárate, satisfecho e irónico -. La luna es la medida astrológica de la imaginación y la fantasía, una medida femenina y, como tal, creativa. ¿Habrá mejor aliciente para la encomienda de este viaje…? Además de la belleza con que ahora mismo nos sorprende, que no es manca.

– No me tome el número cambiado, don Gumersindo… – se defendió Cossío -. Puede que el pelma del cochero me haya llegado a poner nervioso, no lo niego, pero quejarme sería lo último que podría hacer. Y el favor de la luna como tal presentimiento lo entiendo, sin la mínima reserva. Nada más favorable para que el viaje acabe siendo lo que debe. Además de esa medida astrológica, la luna marca el reino intermedio entre la negación de la vida espiritual y el sol fulgurante de la intuición, la noche y la mañana, un reino de zozobra y de esperanza…

– Acaso el del sueño… – musitó Giner, que observaba embelesado el brillo mineral de la pradera -.Ahora recuerdo aquello que decía Lichtenberg cuando recomendaba encarecidamente los sueños, porque en los sueños vivimos y sentimos tanto como en la vigilia. El sueño es una vida que, junto con nuestra vida restante, conforma lo que llamamos vida humana. Los sueños se pierden poco a poco en nuestro despertar, y es imposible decir dónde empieza el despertar de un hombre.

– En la intuición de una noche como ésta… – susurró Azcárate -, donde ahora mismo es difícil distinguir cuál es la vida restante. Lichtenberg tenía toda la razón del mundo cuando afirmaba que los sueños conducen al autoconocimiento.

– Veo que ustedes se ponen estupendos y yo mismo me siento predispuesto a secundarlos… – reconoció Cossío -. El espectáculo no es para menos. Con tal de que la nieve nos respete y lleguemos sanos y salvos…

– La luna es el aval, veremos el Valle como una tea encendida… – afirmó Azcárate

Más que verlo lo presintieron, al menos hasta que llegaron a la hondonada y en el abismo de la noche divisaron la candela que titilaba como una diminuta estrella desprendida.

En la angostura se cimentaba la noche y en la abrupta bajada, entre los cortes de las peñas y el desplome de las torrenteras, sintieron que ese cimiento lo aprisionaba todo, sin que el mínimo fulgor fuera posible en el brocal del firmamento.

La luna había perecido en el sueño que la sujetaba.

Era la bajada a un abismo que sellaba todos los círculos, de modo que podía tenerse la sensación de que ese sello hacía desaparecer el pozo dejándoles colgados en el extravío del descenso, y hubo un momento en que ninguno de los viajeros se atrevió a hablar.

Escuchaban amedrentados la voz del cochero, menos segura en el mando de lo que hubiesen querido, y se estremecían con el vaivén del carruaje y la tensión que el tiro transmitía con preocupante violencia, como si los caballos no acabaran de amoldarse al ritmo sincopado que se les demandaba, sin que pudieran sentirse cómodos con el paso que contrarrestaba el que probablemente dictaría su instinto.

– No lo recordaba tan escarpado, se lo juro a ustedes… – dijo Azcárate.

Cossío cerró los ojos.

La mirada al abismo, aunque la oscuridad lo velaba, le había llenado de temor el alma.

Esa sombra de vértigo había contaminado su espíritu y, además, sentía la aprensión de que don Francisco y don Gumersindo pudieran percibir el miedo en sus ojos.

Hizo un esfuerzo para abstraerse recordando alguna de las muchas cosas que don Gumersindo había contado de don Paco Sierra a lo largo del viaje, todas ellas muy significativas de su personalidad y carácter y algunas especialmente curiosas y hasta divertidas.

A don Paco lo había conocido en Madrid, en su piso de la calle Ferraz, donde había ido a comer en más de una ocasión con don Gumersindo y don Francisco.

– El paisano de Azcárate… – le había dicho don Francisco caminando hacia Ferraz el día que se lo presentaron – es el clásico montañés de altura, y no lo digo por la talla. Un hombre recto y recio, bien pertrechado en las convicciones y con talante filantrópico, lo que no es moco de pavo para los tiempos que corren. Las veleidades políticas las abandonó hace tiempo, más que veleidades desengaños. Lo liaron para la Unión Liberal su tío don Segundo, Modesto Lafuente y don Patricio, el padre de Azcárate. Luego anduvo con los constitucionalistas de Sagasta. En ambos casos fue diputado, hasta que se desilusionó. Ahora administra lo suyo, una hacienda importante.

Azcárate se aferraba a la manta con la misma determinación que Giner, y ambos amagaban como podían los tumbos sobre el asiento.

– A los caballos no hay que frenarlos, hay que contenerlos… – gritó Azcárate, como si el cochero pudiera oírle -. Les juro que no lo recordaba tan fragoroso.

4 Este buen hombre, había dicho don Gumersindo entre el plácido trote de los primeros kilómetros del Camino Real, cuando la mañana clareaba perezosa en las brumas, y la humedad del Bernesga salpicaba las vegas, tiene atada la vida al calendario del agricultor, lo que quiere decir que las estaciones y las labores marcan el tiempo y el espacio de su existencia.

Y no se crean que es ocurrencia suya, nada en sus costumbres proviene del libre albedrío, del capricho o el gusto que pudiera orientar su santa voluntad.

Ni por un momento piensen que en su vida hay algo que no dicte la tradición, el respeto a sus mayores, una senda estricta para entender que en el espejo de los antepasados se encuentra la ejemplaridad de nuestra herencia, por mucho que uno sea liberal, ilustrado, pulcro y ético en grado sumo o, a lo mejor, precisamente por serlo.

Hay un punto de referencia pertinaz en la vida de este buen hombre y más tarde, ya que el viaje será más largo de lo que quisiéramos, les contaré a ustedes algunas cosas más personales o secretas, siempre amparado en la devoción que le profeso y en la propia amistad que por mi conducto con ustedes ha establecido. A veces el exceso de discreción coadyuva a que sea más precario el conocimiento, y creo que a un ser humano de esta categoría conviene conocerlo sin reservas.

Ese punto de referencia fue su tío don Segundo, en el que me detendré más adelante porque merece la pena, y porque sería imposible entender a nuestro amigo sin saber lo suficiente de su tío, pues el grado de admiración y devoción llegó a ser extremo, sobre todo si tenemos en cuenta que fue el tío quien se encargó de él y de sus hermanos, cuando quedaron huérfanos en plena juventud.

Lo del calendario agrícola ya lo cumplía don Segundo. Se trata, como les digo, de afianzar la vida y las estaciones al ritmo de las labores, lo que seguro que al amigo Cossío no habrá de disgustarle.

Los inviernos de don Paco, ya lo saben ustedes, son madrileños, y no por ello menos frugales. A las visitas, a la escueta vida social, se une su afición por la Ópera, a la que está abonado.

En Ferraz hay pocos melindres, la soledad del solterón, del solterón empedernido todo hay que decirlo, no da para más. Se come a la francesa, como ustedes ya comprobaron: el almuerzo entre las diez y las once de la mañana y la comida propiamente dicha entre las cinco y las seis de la tarde.

En el talante del solterón hay algo de monje, esa actitud espartana que hace que las cosas de la vida jamás interfieran los bienes del espíritu.

Llega la primavera y el bueno de don Paco se va a las Dehesas de Zamora, donde se emprende el esquileo de las ovejas, un trabajo concienzudo que le gusta supervisar. Los rebaños de Sierra son tan cuantiosos como lustrosos, y antes de que hagan la trashumación a los puertos de Babia, por esta misma Montaña que estamos viajando, conviene dejarlos sanos y pulcros.

Cuatro semanas como poco en Moreruela, viviendo en la casa de los guardas, en una habitación más austera y desnuda que la celda de un cartujo.

La Ópera nocturna no es otra que el balido del rebaño.

De allí a Hospital de Órbigo, donde las posesiones tampoco son moco de pavo, que diría Giner. Llega a tiempo de ver pasar los rebaños y en el bureau de la casona, que es un edificio de respeto y abolengo, invierte todo el tiempo del mundo en la administración, lo que no evita que su existencia se acomode al ritmo ribereño y agrícola.

La vega del Órbigo es una vega hortelana, donde don Paco respira el aroma del río y la hortaliza, ¿qué más puede pedirse, si encima se tiene el gusto de leer a Horacio y a Virgilio…?

En junio el buen hombre está en León, en la casa heredada de su tío, la que don Segundo amuebló y emperifolló como nido de amor, de un amor más esquivo que imposible o más imposible que desvariado, vayan ustedes a saber.

Esto lo contaré más adelante porque, como ya les advertí, don Segundo es personaje como poco galdosiano y merece su capítulo.

El sobrino es muy deudor del destino del tío y su heredero final, lo que tanto tiene que ver con la misma disposición de nuestro viaje, porque la vida, qué voy a decirles a ustedes que no sepan, ata cabos donde la imaginación no llega, y a ella se atan las novelas que de veras merecen la pena.

En León don Paco retoma el aire urbano, viste a la madrileña, retarda las colaciones para no desmarcarse del ritmo provinciano, que, como ustedes saben, es más calmado que el madrileño, o más soporífero como dice mi buen padre.

Allí recibe a los renteros e inspecciona sus fincas, todas en los alrededores de la ciudad y alguna tan enorme y hermosa como la que llaman de la Media Legua.

De la amistad de don Paco con mi padre ya están ustedes más que avisados, visita obligada y paseo compartido un día y otro en ese largo mes, antes de que el buen hombre se vaya a Villablino.

Costumbres urbanas pero no por ello menos espartanas: en la monástica alcoba de don Paco hay una destartalada cama de hierro, un mísero colchón y una solitaria bombilla.

Los casi noventa kilómetros que nos estamos metiendo entre pecho y espalda, en manos de este cochero quejica, son los que el buen hombre se mete para llegar a su pueblo un año y otro, dispuesto a pasar los meses de julio y agosto.

Los rebaños ya están en los puertos y el ganado en las brañas, y los renteros y foreros van llegando con sus carros uno tras otro, porque ya saben ustedes que lo grueso de la renta se paga en especie.

Estamos en la antigüedad, amigo Cossío, los tiempos corren lentos, la realidad se modifica con mucho trabajo porque la costumbre tiene más imperio que la ley misma, y no me refiero sólo al comportamiento jurídico, me refiero a esa convicción acendrada que tanto se parece a la fe de los creyentes.

En Villablino van a conocer la casa Sierra, solariega, hermosa, con el escudo de armas de la línea paterna, berroqueño y elegante, que podría describir, ya que a Giner le gustan estas cosas, como un campo de plata, y en el campo un castillo negro con llamas y a su puerta un hombre armado de espada y rodela, impidiendo su entrada, viéndose en la punta del escudo una barca con tres remos sobre ondas azules.

No lo describo a ojo, Dios me libre, es que he leído la correspondiente certificación de blasones, usted mismo podrá verla si tiene esa curiosidad.

El verano de don Paco en el Valle no es tan misantrópico como pudieran imaginar, Villablino tiene una colonia muy cosmopolita y en la casa Sierra se comparten mantel y mesa con frecuencia.

Ya saben también que lo que el buen hombre tiene de adusto y espartano para con él lo tiene habitualmente de generoso y delicado con los demás.

En el Valle, eso sí, está en su tierra, y lo que en el Valle resuena de antiguo y patriarcal Concejo es particularmente grato a sus oídos.

La Montaña es un reducto de la tradición, y don Paco es muy sensible a la ejemplaridad de unos modos de vida que tienen muy claros los valores, pero también al ideal de la humanidad, faltaría menos.

No saben ustedes cómo me engatusa la idea de unir las personalidades del misántropo y del filántropo, compaginarlas, entender sus débitos y conexiones, una idea que le brindo a usted, Cossío, y para la que puede hacerse un trabajo de campo observando y comprendiendo a don Paco.

Ni que decir tiene que a primeros de noviembre, no creo que más allá de la próxima semana, el buen hombre vuelve a Madrid, entre otras cosas para no perderse el arranque de la temporada de Ópera.

Puede que este año se haya retrasado algo, la encomienda que nos trae no es ajena a ese retraso porque don Paco es para todo muy concienzudo, cuanto más para lo que nos proponemos.

Pero yo estaba contándoles cómo tiene atada la vida a un calendario agrario, y en tal calendario el otoño, siguiendo el curso de las estaciones y el ciclo de las labores, encamina el regreso o, por mejor decir, el camino inverso: vuelven los rebaños a los pastos de invierno, los aguarda en Hospital, los sigue a las Dehesas del Requejo y Quintanilla, atiende las previsiones y necesidades del largo invierno, que son muchas cuando son tantas las posesiones.

En Madrid con un poco de suerte ponen La Bohéme o la mismísima Traviata. Don Paco tiene el abono del Teatro Real, y el traje aguarda impoluto en la percha y el sombrero de copa brilla sin que en ningún caso se perciban los alcanfores, porque Pedro Alonso, como habrán de comprobar, es el criado más cuidadoso a que pueda aspirarse.

Total, que acaso la misma noche del regreso, tras la cena francesa y tercamente solitaria, que es la cena habitual de los solterones empedernidos, el buen hombre va a regalarse los oídos con un Puccini o un Verdi, si es lo que peta, no sin antes administrarse la correspondiente píldora homeopática, que es lo que hacen quienes menos la necesitan, los que tienen una salud de hierro.

El Valle ardía bajo la tea lunar cuando los viajeros tomaron el camino vecinal de Villablino, dispuestos a estirar las piernas y a respirar el aire puro de la incipiente helada.

-Ya me tenían preocupado…- dijo don Paco Sierra, que saludó ceremonioso a Giner y a Cossío y aceptó emocionado el abrazo de Azcárate -. La jornada es completa por mucho que se madrugue, pero alguna hora de más sí echaron.

– El cochero surca la Montaña con más miedo y respeto que si navegara por la laguna Estigia… – comentó Azcárate -. Si se amilana el auriga, recela el pasajero, pero el viaje fue bueno en la medida que el Camino Real lo permite, que no es mucha. El Valle, don Paco, está en el fin del mundo, y en lo que a comunicación se refiere, dejado de la mano de Dios.

Pedro Alonso, a quien don Paco había presentado a los viajeros, se encargaba de que los hombres a sus órdenes descargaran los equipajes e iluminaran el camino que iban a emprender.

– Ahora es lo que más siento… – dijo don Paco -, porque nos queda una caminata, y no vendrán ustedes precisamente frescos, a no ser por la temperatura. Camino ya no hay otro que el vecinal.

– Estamos bien advertidos, don Paco, no se preocupe… – dijo Giner que, como sus compañeros, se ponía el sombrero, se embutía en el gabán y desentumecía el cuerpo moviendo piernas y brazos -. La caminata nos vendrá de perillas, sobre todo si al final hay una sopa caliente y una cocina templada.

– Eso es seguro, don Francisco, faltaría más, pero no se pueden conformar ustedes con tan poco, y mal anfitrión sería si sólo eso permitiera. Habrá que reanimar los cuerpos antes de poner a prueba los espíritus.

El caserío de Río Oscuro se desperdigaba por los aledaños del puente, y en el vacío de la noche sonaba el río como una murmuración.

– El Sil, ya lo oyen ustedes… – dijo don Paco, que ayudaba a Cossío con el gabán -. El río del oro todavía no encontró por estos parajes primerizos las pepitas de la suerte. Si los ríos tienen infancia, aquí el Sil no salió de ella. Viene de no mucho más arriba.

Los hombres de don Paco, con Pedro Alonso al frente, emprendieron la marcha tras encender todos los faroles.

Uno de ellos había acompañado al cochero con su vehículo a la posta, donde aguardaría a sus pasajeros para el regreso, uno o dos días después.

– Ponga a prueba la templanza, pero coma y duerma lo que pueda… – le había ordenado Azcárate irónico – La vuelta no nos gustaría hacerla en la barca de Caronte.

El camino vecinal seguía la orilla derecha del río que, a veces, se transformaba en una sirga menos sinuosa y, poco a poco perdía el propio destino fluvial, entre la vegetación espesa, algunas huertas y prados encaramados en la ladera.

El fondo del Valle era hondo y espacioso.

Hacia la otra ladera el relumbre lunar resbalaba en la masa boscosa, que hacía presentir un laberinto forestal extrañamente silencioso, como si la vegetación agolpada recrease su propio muro de contención para que ni siquiera fuese posible escuchar la respiración del bosque y la brisa que moviera las ramas o el inquieto sueño de los animales dormidos.

Era el silencio lo que más imponía en aquel camino, un silencio cósmico, decía don Francisco Giner, que iba al lado de don Paco y había vuelto el rostro hacia Cossío: el silencio de la tierra, de la noche y la luna, trasunto de ese silencio interior que tanto anhelamos los humanos y tan pocas veces conseguimos ¿verdad, Cossío…? Emociona oírlo.

Cossío asintió, pero no se atrevió a decir nada.

Pensaba que ese silencio cósmico, que mentaba su maestro, que sentían ahora como una conjunción de elementos en los que brotaba con el impulso natural de lo que no necesita voluntad ni esfuerzo, no era posible en el interior de los hombres, y en su anhelo residía una parte del desasosiego espiritual que él mismo padecía.

La Naturaleza es dueña de lo suyo, recordó haber leído en algún clásico, y en su ejemplo el hombre se instruye, pero sólo hace suyos sus tesoros despojándola como el ladrón a la víctima.

– Este silencio no nos pertenece, don Francisco… – dijo Cossío, y Giner, que estaba hablando con don Paco, hizo un gesto como de haberle escuchado sin haberle entendido -. ¿No estaremos hollando algo sagrado…? – inquirió para sí, después -. Lo más recóndito de este Valle perdido, su conciencia dormida, el sigilo de su sueño…

Se había rezagado, y el hombre del farol que cerraba la marcha le guardaba la distancia para que no se desorientara y para no molestarle.

Los hombres de don Paco reproducían a la perfección el talante educado y discreto del amo.

Eran cinco montañeses tan espigados como fornidos y, entre ellos, don Paco parecía todavía más pequeño, pero fuerte y sobrado, como si la estirpe montañesa hubiera reducido en él el tamaño, pero no la reciedumbre.

Era de corta estatura y porte distinguido, elegante, de una pulcritud extrema en el cuidado de su persona. La pulcritud, como Cossío había oído comentar a don Francisco cuando le conocieron, se conjuntaba en don Paco con la austeridad y de ahí fluía esa sobria elegancia que era como la mejor expresión de su carácter.

Tal vez esa expresión también albergaba, entre la finura del trato, la amabilidad y el respeto, el inequívoco aire melancólico no ya del solterón convicto y confeso, sino del solterón empedernido, cualidad a la que tan insistentemente hacía referencia Azcárate.

Don Gumersindo charlaba animado con Pedro Alonso a la cabecera del grupo y también, de cuando en cuando, daba media vuelta y solicitaba la atención de quienes venían detrás.

– Aire puro, aire que corta el aliento… – exclamaba jocoso -. Buenos catarros para metropolitanos reprimidos. Sólo la cocina de don Paco puede salvarnos.

Habían comido en la misma posta de Cabrillanes e hicieron una larga sobremesa.

Durante la mañana el cielo removió varias veces las nubes, una llovizna inquieta fue dejando el espesor helado y, más allá de la niebla que acompañó muchos kilómetros de las riberas del río Luna, ese espesor fue bajando del cielo la coraza de noviembre, el acero que sumía las cumbres en el fulgor opaco del invierno.

Era la amenaza de la nieve, cuyo primer aviso había llegado en las estribaciones de Peña Ubiña, que ya tenía las crestas blancas.

– Este país es el que vio Gil y Carrasco en el verano del treinta y siete, cuando llegaban los rebaños trashumantes y al romántico se le figuraban las tribus de vuelta al Atlas y los dichosos tiempos de Jacob y Labán… – comentó Azcárate, cuando los viajeros contemplaban el mediodía en las vegas babianas, un fulgor tibio que todavía hacía brillar la ceniza sobre el verdor del otoño.

En la posta había buen fuego y el matrimonio que la atendía les ofreció la caldereta y lo que quisieron apreciar de la matanza, además de las últimas truchas escabechadas que eran la herencia culinaria de la abuela de la casa, fallecida dos meses atrás.

– Si fueron las últimas que escabechó… – dijo Azcárate, con la complacencia de sus acompañantes-, no hay más justo homenaje que probarlas. No somos estómagos remilgados, sino agradecidos. Todo lo que ustedes nos ofrecen suena a gloria.

– Pues si los señores tienen a bien…- dijo el marido, que atizaba la lumbre -,les sirvo lo primero una jarra de vino caliente, no sea el caso que vengan por dentro más arrecidos de lo que por fuera aparentan. Dios sabe que el que come y no bebe, ni bebe ni come.

Comieron de todo y cuando la mujer de la casa apareció con el café y el hombre trajo la botella de orujo para llenar las copas, Cossío alzó los ojos de las llamas y vio el gesto complacido de don Francisco y escuchó el suspiro satisfecho de don Gumersindo, y él mismo suspiró también, sintiendo que en el orden de las satisfacciones sencillas se asentaba el orden de las mejores cosas de la vida, las que ocupan un espacio pequeño y un tiempo doméstico y venial.

– Nos tiene usted prometida la novela de don Segundo, el tío de don Paco… – requirió Cossío.

– Y ahora mismo cumplo la promesa, no se inquieten. El caso es que más me gustaría leérsela que contarla, si alguien la hubiera escrito. Soy de los que entienden que las novelas devuelven a la vida lo que la vida por sí misma no logra expresar. Esa idea de que lo novelesco estiliza el afán de lo que se vive, compone la metáfora de nuestra existencia, es algo que me agrada sobremanera. A don Segundo me hubiera prestado conocerlo de la mano de don Benito Pérez Galdós.

Este don Segundo de Sierra y Pambley que mira con igual gesto desde los dos retratos que de él se conservan, distanciada su mirada de uno y otro tan sólo por la edad y lo que el tiempo en ella deposita, parece, antes que cualquier otra cosa, precisamente un hombre de ese tiempo que podría delimitarse entre las dos miradas.

Alto como una torre, enjuto y enérgico, así se le recuerda, con el ademán resolutivo que la propia voz corrobora. Un hombre de convicciones y decisiones.

Del óleo más juvenil al daguerrotipo de la edad provecta, sobresale la misma frente que conquista con la calvicie más de medio cráneo, la resbaladiza nariz sobre el bigote cuidado, las escondidas pero poderosas orejas.

El joven viste de gala, guarda la mano derecha en la pechera, acaba de ir o venir de un acto oficial. El provecto acaso llega de un largo viaje, la energía un tanto berroqueña se disuelve en la melancolía de la antigüedad, tan expresiva en el retrato.

Ese viaje del don Segundo del daguerrotipo no debe ser otro que el viaje de la vida misma.

Un hombre de su tiempo, que nació en el León de 1808, estudió en Madrid con los Escolapios y cursó los primeros años de Derecho en la Universidad Central, padece pronto algún avatar del tiempo que vive.

La intolerancia que procrea la reacción de 1823 alcanza a su familia, y hasta la violencia de esa intolerancia la sufre al menos en una ocasión don Segundo, que se ve obligado a abandonar la Universidad.

En la madrileña calle del Carmen hay una algarada de realistas furibundos y don Segundo es un joven nada propenso a disimular sus ideas. La reyerta casi le cuesta la vida.

Será en Oviedo y en Valladolid donde culmine sus estudios de leyes. Asumió entonces cargos gratuitos al servicio del Estado, ya que su fortuna e independencia se lo permitían, hasta que fue elegido Diputado a Cortes.

Entre el ala más abierta del Partido Conservador y la línea liberal ilustrada, en la que militó su padre, don Segundo fue Senador del Reino, Gobernador Civil de Palencia primero y luego de León. Entre León y Madrid hará su vida, muy ligado en la Provincia a los grupos familiares que promueven la Real Sociedad Económica de Amigos del País.

Nunca dejó de participar activamente en la vida política, muy especialmente en la revolución de 1868, comprometido siempre con partidos conservadores y, sin embargo, votando a los liberales.

Don Patricio de Azcárate era uno de los grandes amigos de don Segundo, y en el círculo familiar e intelectual de don Patricio se respiraban las ideas krausistas que en Madrid predicaba Sanz del Río.

Las inclinaciones políticas del joven retratado en el óleo, con más energía que arrogancia, fueron duraderas. Pero la cuantiosa hacienda, las responsabilidades familiares que iba a asumir, le hicieron ir derivando con menos brillo público y acaso más sufrimiento privado, hacia ese otro personaje de perfiles menos rotundos, más desvaídos, al que el daguerrotipo hace justicia.

Don Segundo muere en Madrid un veintiséis de agosto de 1873.

8   Dicen que a quien Dios no da hijos le da sobrinos, recordó don Gumersindo que, de los tres, fue el único que aceptó que el hombre de la posta le volviera a llenar la copa de aguardiente.

Daban buena cuenta del café que contenía el puchero que la mujer de la casa mantenía cerca de las brasas.

La lumbre era alimentada con prontitud y cuidado y en la habitación, que hacía las veces de expendeduría, comedor y cocina, había una atmósfera ligeramente sofocada, particularmente grata cuando los viajeros la contrastaban con el relumbre opaco de la tarde en la ventana.

De la nieve ni se preocupen, había dicho el hombre de la posta, está en los altos y tardará en llamar a la puerta.

A don Segundo los sobrinos le vinieron de su hermana doña María y eran tres: Paco, Victorina y Pedro, dijo don Gumersindo. Esta buena señora, que era la hermana mayor, se había casado con don Marcos Fernández Blanco, y ambos murieron pronto, los dos en Hospital de Órbigo, el marido al año siguiente de la esposa, ella con cuarenta años.

Los sobrinos tenían entonces diecinueve, diecisiete y quince años respectivamente, el mayor nuestro buen amigo que, además, siempre tuvo un apego especial a su madre, y la correspondiente fijación del huérfano que ya es dueño de una conciencia suficiente de lo que supone serlo, de lo irremediable de las pérdidas.

Hay una silla de anea en la casa Sierra, y este es un secreto que les cuento de pasada, como mero detalle de la memoria sentimental del hijo, en la que don Paco se sienta a veces, apenado y taciturno, como si ese objeto modesto y doméstico conservara la aureola de la madre muerta. Era la silla en que ocasionalmente se sentaba ella.

Don Segundo asumió la responsabilidad de un auténtico padre.

Fácil será pensar lo que para este hombre supone la desgracia de la hermana muerta, del cuñado que desaparece en seguida, de los tres sobrinos huérfanos en la incipiente juventud.

El tío ya tenía las trazas de esa condición de soltero que crea en algunas personas una identidad tan peculiar.

Se es soltero por condición y usted y yo, don Francisco, hemos hablado de esto alguna vez, y el propio Cossío sabe que es un asunto al que soy aficionado, y se es también por convicción, lo que determinaría un grado distinto.

Los solteros por condición devienen de un desmedido apego a la soledad, propio de un talante indeciso y misántropo. Hay una condición abúlica y abstemia ante el propio desgaste de la vida que facilita la soltería, el desapego de cualquier compromiso, cuanto más del matrimonial. Y hay una condición cerval y satisfecha, una especie de conciencia de uno mismo que no ofrece más alternativa, la conciencia de que, al fin, la verdadera soledad es la que comporta la verdadera libertad.

¿Cuál es la actitud de don Segundo en este pleito o dilema, si hay pleito o dilema en esa vicisitud, cosa que dudo…?

Supongo, y casi todo lo que cuento ahora es un suponer, ya que el novelista se arrogaría muchísimas más libertades de las que yo soy capaz de arrogarme, que el soltero de condición devino soltero de convicción, pero no sin altercados, no por la vía directa en que las cosas de la vida son lo que son sin que las quimeras las interrumpan, ya que las cosas de la vida, como tales cosas, son frágiles, mudables, imprevisibles, contradictorias.

La vida es este avatar que nos depara la sorpresa de cada mañana, y ahora Cossío va a decirme, una vez más, que me pongo estupendo, y yo me defiendo con la copa de orujo que ese buen hombre volverá a llenarme si lo llamamos.

Ya ustedes se percatan de que la soltería empedernida de don Paco, su condición de solterón convicto y confeso, de condición y convicción, tiene el antecedente reglado de su tío. Los débitos del hijo al padre o del sobrino al tío, la herencia de una conciencia y voluntad férreas.

A fin de cuentas, será don Paco no ya el hijo imposible de don Segundo, Dios me libre de absurdas figuraciones, pero si el heredero real, conspicuo y devoto, fiel a su persona y recuerdo y buen espejo de algunas de sus condiciones, entre ellas la misoginia, a la que don Segundo llegó y don Paco asumió, sin que la amistad y el cariño que le profesamos avalen más intimidades. Que la condición y convicción del soltero obtenga en la misoginia una de sus muestras, no es raro, hasta casi parece cabal, aunque no imprescindible, no nos pasemos.

Ahora necesitaría algo de la habilidad del narrador novelesco, convino don Gumersindo tras una larga pausa, acariciándose la afilada barba.

El narrador novelesco no sólo administra los elementos del relato, los compone y matiza, si el narrador es bueno, dotándolos de complejidad y eficacia. Lo de la complejidad tiene que ver con el sentido de lo que se cuenta y, a la vez, con esa áurea misteriosa que destila toda gran literatura.

No divago más, don Francisco, el colmo de los colmos es que el que cuenta acabe poniendo nervioso al que escucha, y aquí sí que da lo mismo el que escucha que el que lee.

Con la habilidad del novelista haría más justicia a la complejidad del recuerdo, sin esa habilidad, que obviamente no tengo, haré lo que pueda. En todo caso, esta parte de la historia contiene el secreto de una impredecible historia de amor, si así queremos llamarla.

Hay un momento en la vida de don Segundo, ya convertido en un hombre maduro, muy entregado a la educación de los sobrinos, a la hacienda y a la política, en que decide cambiar el rumbo privado de su existencia, déjenme que lo diga así.

Su hermosa casa en la leonesa calle de Bayón número dos, junto a la catedral, comienza a ser decorada y amueblada con un gusto y un mimo especiales: lujosos salones, mobiliario isabelino. No debía ser difícil de apreciar la ilusión de aquel hombre que, poco a poco, erige un auténtico santuario de amor.

Cuando estas vidas, que no son tan extrañas ni escasas porque todos conocemos variantes de parecidos anhelos, concurren a esa idea sentimental, se hacen a ella, orientan decisiones de un amor que acaso comporte todas las ilusiones perdidas o todas las ilusiones posibles, la compañía, el cariño, lo que no se tiene, lo que íntimamente se necesita, se transforman sin remedio y alimentan un poderoso requerimiento que, acaso antes que otra cosa, se sostiene en la confianza, en una convicción más o menos desvariada de compromiso y hasta de orgullo.

O vayan ustedes a saber, porque en esto como en tantas otras cosas de la vida y el corazón, asuntos extremadamente delicados, no conviene ser agoreros.

El novelista novelaría y en la novela comprenderíamos mejor el alma humana, Ya que la novela teje y ofrece las claves imaginarias de la existencia, lo que casi siempre veda la realidad.

El amor de don Segundo era su sobrina Victorina.

Un amor que llega, que confluye, que se proyecta.

En cualquier caso, el matrimonio previsto colmaba las ilusiones del tío y, por lo que veremos, tenía la aquiescencia familiar, quiero decir que la devoción de los sobrinos, a quien tan generosamente atendía en su orfandad, conllevaba esa aceptación de sus designios.

Pero el asunto se torció o estaba más torcido de lo que don Segundo pudiera pensar.

Los preparativos de la boda ya estaban hechos, todo parecía decidido y, sin embargo, Victorina, que tenía veinte años, deja a su tío y se casa con un hombre también mucho mayor que ella, mayor que el propio don Segundo.

Una boda imprevista, un golpe que echaba por tierra las esperanzas e ilusiones de aquel enérgico caballero que sufre indignado el desastre amoroso y, como primera providencia, deshereda a la sobrina.

El santuario de don Segundo permanece como él lo dejó, a don Paco jamás se le hubiera ocurrido cambiar un detalle, levantar una colcha, mover un brocado.

En las habitaciones y salones clausurados sobrevive la atmósfera romántica que el tiempo le gana a la vida y ahora, Cossío, vuelvo a ponerme estupendo, pero apenas para hacer una cita literaria que cierre este relato que no pudo ser novela.

Murió don Segundo allá por el 1873, como ya les dije, murió doña Victorina en 1888 de una apoplejía serosa, murió don Pedro, el hermano pequeño de don Paco y de doña Victorina, un cinco de diciembre de 1883, tras una caída de caballo en la finca de Hospital de Órbigo.

Estoy contabilizando vidas y desapariciones, que se suman misteriosamente a la encomienda de este viaje.

A la memoria de todos ellos brindo, ya que este hombre tuvo la feliz idea de llenarnos de nuevo la copa, porque el olvido es tenaz y no hay mayor desconsuelo que ver el polvo agostando las flores de antaño.

 Una silla de anea en la casa Sierra, pensó Cossío, que seguía rezagado la marcha del grupo que cerraba el último hombre con el último farol.

La orfandad era una circunstancia y un sentimiento de desgracia y carencia, suficiente para marcar la existencia de quien lo sufriera. Una tribulación de la familia y la vida.

Esa silla de la casa Sierra en la que don Paco, como había contado don Gumersindo, se sentaba apenado buscando la memoria de la madre perdida, le hacía recordar a Cossío a su propia madre, Doña Natalia, que había muerto cuando él, como el propio don Paco, tenía diecinueve años. A su padre, don Manuel, lo había perdido a los catorce en Aranda de Duero, un trece de mayo, cuando estaba a punto de graduarse como bachiller en el Colegio de El Escorial.

Los huérfanos nunca se desprenden de esa mirada de nostalgia y ausencia que imprime la tristeza del desamparo más íntimo, el del niño, el del adolescente, el del joven, que se vio privado de los padres.

Cossío había sentido esa secreta complicidad en el reconocimiento de la mirada de don Paco el día que se vieron por primera vez en el madrileño peso de Ferraz, y cada ocasión en que volvía a encontrarlo, la complicidad, que la extrema discreción de ambos hacía derivar a una mera sensación de simpatía aprecio, recobraba una imagen de pena mutua, de mutuo sufrimiento, de paralela carencia y desgracia.

Ahora le observaba en el camino, departiendo animado con don Francisco Giner, y la reducida estatura reconducía el porte infantil de su tamaño, la figuración de su desvalimiento en la silla de anea que conservaba el calor de la madre, la imagen sentada de doña María de Sierra y Pambley, fallecida en 1845.

10  El Valle se abría según caminaban, al menos esa era la sensación que tenía Cossío, como si el fulgor lunar se intensificase y el relumbre del cuarzo fuera descubriendo el paisaje hasta donde era posible, del mismo modo que la bombilla alumbra las alcobas cuando se enciende y descubre hasta donde se puede la sima del sueño de los que duermen.

El fulgor se correspondía con el hielo.

La noche blanca no era una noche nevada y, sin embargo, la luna presagiaba la nieve, el brillo todavía seco y mineral de la nieve que acabaría cayendo.

Si don Francisco mentó el silencio de la tierra, de la moche y de la luna, ese silencio cósmico trasunto del silencio interior que los hombres tanto anhelamos, pensó Cossío, yo me sumaria más fácilmente ahora mismo con don Paco, y con todos los huérfanos del mundo, a esa variante del silencio que contiene todo lo que perdimos, el regazo familiar, la sombra protectora, la voz que susurraba nuestro nombre y ya nada susurra, una oquedad, un vacío, un eco de sentimientos y emociones que casi podría llegar a confundirnos.

Los huérfanos establecemos una solidaridad silenciosa, que no necesita expresarse, porque la pena de la orfandad se sustancia en el secreto, en la intimidad de la desolación, ya que de la pena más privada se trata.

Desgracia y carencia, musitó Cossío, y observó la sonrisa comprensiva, o acaso compasiva, del hombre del farol, un montañés recio que alumbraba la noche con la complacencia de quien alumbra el mundo, probablemente sin más complicaciones que alumbrarlo.

– ¿Vamos llegando…? – quiso saber Cossío, volviéndose hacia él.

– Sí, señor, no hay paso en balde. La luna puede ser zalamera y engañosa, pero el que sabe dónde va sabe lo que quiere, las cosas se enseñan por sí mismas.

11  Hasta la mañana siguiente no tuvo Cossío una idea exacta de la casa Sierra, porque esa noche fueron directos a las habitaciones para ponerse cómodos, como don Paco les sugirió, y en seguida acudieron a la cocina, donde todo estaba preparado para la cena y la reunión.

– Al amor de la lumbre… – dijo don Paco, indicándoles el rincón más recogido, con el lar encuadrado por los anchos escaños atestados de cojines, las llamas bajas y una atmósfera caliente y sosegada que los viajeros agradecieron -. Otro sitio Azcárate no iba a consentir y yo, no puedo negarlo, soy de igual opinión. En el invierno del Valle la cocina es la pieza fundamental de la vida hogareña. Acomódense a su gusto, que lo primero serán las sopas que reclamaba don Francisco.

– Nos acomodamos… – convino Azcárate, dirigiéndose a sus compañeros – cuando don Paco tome asiento en el sitio de costumbre. Yo sé que aquella esquina es la suya. Giner se pone a su derecha, Cossío a su vera, y yo me quedo a su izquierda. Las sopas serán de ajo si el olfato no me falla, y las buenas cocineras de esta casa tienen la deliciosa manía de escalfarles un huevo.

Las buenas cocineras eran dos mujeres hacendosas, que iban y venían con prontitud y sigilo con las jarras, las cazuelas, los platos y las fuentes.

– Comimos muy bien en la posta de Cabrillanes… – dijo don Francisco – y debiéramos cenar con comedimiento. Aunque, ciertamente, todo lo que estas buenas mujeres ofrecen es una tentación.

– Ustedes del anfitrión no hagan caso, se lo suplico… – dijo don Paco -. Soy de poco comer, de muy poco y, en ese sentido, el peor ejemplo para los invitados. Llevan un día muy agitado, con el añadido de la caminata nocturna, y tienen que cenar como Dios manda, hay que reponer fuerzas. Luego la noche se nos puede hacer más larga de lo debido…

Cossío tuvo la sensación, cuando la avistaron desde el recodo del camino que subía hacia ella y luego continuaba en dirección al pueblo, cuyas primeras casas asomaban como sombras chaparras en la cercanía, de la típica casona solariega montañesa, adusta y sólida, perfectamente entroncada en la tradición de la arquitectura popular del Valle, a la que don Gumersindo se había referido más de una vez a lo largo del viaje.

Percibió el perímetro de las altas paredes que la rodeaban, la solana, la portada de carruajes con un frontón rematado por pináculos, el hórreo en el corral, la piedra que contrastaba la vejez con el brillo engañoso de la pizarra que apenas tamizaba el musgo seco en el fulgor nocturno.

Por la mañana corroboró Cossío lo que de noche había entrevisto y se hizo una idea de la casa, secundado por Pedro Alonso, que debía tener órdenes estrictas de mostrar la finca con el mayor detalle.

A fin de cuentas, la Fundación nacía en el solar, la casa Sierra se encontraba en el corazón y en las intenciones de la misma.

En la planta baja estaban los establos y los pajares, y por un pasillo se alcanzaba la huerta con los escuetos frutales y el pozo artesiano protegido por un tejadillo. Precisamente en la fachada de la huerta vio Cossío el escudo de los Sierra Pambley, cuyos componentes heráldicos había descrito don Gumersindo.

Una amplia escalera de piedra abría el acceso a la planta noble donde estaban los dormitorios, el comedor y la cocina. La parte alta la coronaba la soleada galería con amplios ventanales, que a la vez hacía de pasillo distribuidor a otras dependencias.

– Una finca muy recogida… – había comentado Pedro Alonso, con la indecisión de quien quiere decir algo y se queda a medio camino – en la que don Paco se encuentra muy a gusto.

Cossío corroboraba también la equivalencia que la casa tenía con su dueño, con el espíritu monacal y morigerado de don Paco, con la veneración a lo que le habían legado, como si la fidelidad al pasado fuese el principio fundamental de su existencia, conservar los bienes, preservar las cosas, hacer que nada se extinga para que el pasado nos siga amparando.

Casi todo el mobiliario era de anea y probablemente alguna de aquellas sillas era la de la madre.

12   – Este es el momento en que, con el permiso de ustedes, me gustaría decir algo, antes de que de veras empecemos a hablar de lo que nos tiene aquí reunidos…- dijo don Paco Sierra, cuando las mujeres habían recogido los servicios y Pedro Alonso recibido permiso para retirarse -. No puedo hacer otra cosa que empezar agradeciéndoles su presencia en el Valle. El hecho de que hasta aquí se hayan desplazado es lo que mejor demuestra el interés y la generosidad con que desde el principio afrontaron mis ideas y pretensiones. No soy hombre de muchas palabras, bien me conocen, pero la gratitud no hay que esconderla ni darla por sabida.

– La gratitud, don Paco… – dijo don Francisco Giner, y en la pausa crepitaba una brasa en el lar -, es un bien de las gentes bien nacidas. En el caso que nos ocupa, es una gratitud correspondida y, además, adornada por la amistad, todo ello en aras de esas pretensiones suyas, tan nobles y encomiables. Venir al Valle con el requerimiento que nos hizo, le prometo a usted que es más un acto de responsabilidad que de generosidad.

– Giner lo expresa muy bien, don Paco… – opinó don Gumersindo, que repasaba papeles de uno de los cartapacios que tenía al lado -. Un acto de responsabilidad que, además, cumplimos con toda la ilusión del mundo. No es habitual el temperamento altruista, la sociedad digiere más egoísmos que magnanimidades, y los dineros públicos son poco desinteresados en los tiempos que corren.

– Yo dejo constancia de la gratitud como primera providencia. – reafirmó don Paco – y sé de sobra que ustedes me entienden. Mis ideas y pretensiones mal destino hubieran encontrado sin tenerlos conmigo. Todo lo que ustedes son y representan es el mejor aval de lo que quiero hacer, la justificación para hacerlo bien hecho.

– Pues así habrá que hacerlo… – aseveró don Francisco -, bien hecho, lo mejor que podamos, poniendo toda la dedicación y empeño.

– Un establecimiento benéfico docente… – dijo Cossío, que también movía papeles de un cartapacio – es una fórmula adecuada, filantrópica, idealista, hacia ese bien supremo de la educación, y no hay paso pequeño, conquista vana por modesta que sea. El Valle lo agradecerá, no lo dude. Ya saben que me gusta parafrasear a Larra cuando pregunta:»¿dónde está España?», preguntando a mi vez: «¿dónde está la educación, la pedagogía…?» La respuesta para lo uno y lo otro ya la daba Cervantes: «Lo que vuesa merced traiga», lo que todos pongamos, lo que cada cual aporte. España está donde queramos ponerla, la educación a todos nos compete, y no hay futuro ni personal ni colectivo sin ella.

– Todos oímos la voz que un día clamó en el Congreso, como si en el desierto clamara: «Educación o Extinción»… – recordó don Gumersindo, dando énfasis al recuerdo y llevando los dedos de la mano izquierda a la punta de la barba -. La voz era tan desesperada como dolorida, y profundamente verdadera.

O nos educamos o nos extinguimos, o sabemos o no sabemos nada, y si nada sabemos nada somos. El que nada sabe en la ignorancia se diluye, sin libertad ni conciencia, a merced de quien ordena y manda.

– El hombre está hecho para educarse, el afán educativo se encuentra en nuestra propia naturaleza, la orientación de nuestro espíritu remite con naturalidad a nuestro perfeccionamiento… – constató Cossío -. En aquella voz también resonaba esa idea de que sin educarnos nos extinguimos biológicamente, estamos más cerca de la muerte.

– Volvemos a ponernos estupendos… – consideró don Francisco, sonriente -. El viaje, don Paco, fue trabajoso, no vamos a negarlo, pero la conversación ascendió con frecuencia a las nubes, y hasta a la luna. Estábamos en Babia, pero no en la inopia.

– Jamás se me ocurriría pensarlo… – convino divertido don Paco Sierra -. Con conversadores como ustedes la inteligencia y la amenidad están garantizadas, y no hay inopia que valga.

13   – Bueno, señores, entonces vamos a empezar a posarnos y, si ustedes no disponen otra cosa, yo mismo me arrogo la condición de jurisconsulto o hago las veces del secretario de actas, aunque de esta reunión ninguna haya que levantar… – propuso don Gumersindo con la aquiescencia de todos -. Don Paco tiene la palabra, si no es falta de educación concedérsela a quien de la palabra y la casa es dueño.

– Sin zalamerías, Azcárate, muy dueño de la voluntad, eso sí, de crear el Patronato para llevar a buen término este proyecto educativo del que hace tanto tiempo venimos hablando. Las conversaciones de Ferraz aclararon suficientemente mis ideas y pretensiones, ahora ya se trata de tomar decisiones, la primera de todas crear el Patronato y la Fundación. Tengo prisa, no quiero perder ni un minuto, la cita de Cervantes que acaba de hacer don Manuel es proverbial: “lo que vuesa merced traiga». Mientras antes se traigan o hagan las cosas, mejor.

– Es verdad que hemos hablado mucho del proyecto… – confirmó don Gumersindo – y yo tengo aquí tomadas muchas notas. Como da la impresión de que estamos en el acto fundacional propiamente dicho, y quítenle ustedes pompa a esta apreciación pero no será esta una noche cualquiera en orden al asunto que traemos entre manos, podemos repasar las ideas con que don Paco insufla sus pretensiones. Ahora ya no se trata de evaluar los buenos pensamientos que tanto nos gustan y a los que somos tan dados, sino las ideas concretas.

– Bueno, el espíritu que las mueve, las pretensiones y las ideas… – convino don Paco Sierra – no debiera ser otro y, disculpen la osadía, que el que difunde la Institución, mi confianza con ustedes es absoluta y lo es en todos los órdenes, por lo que son y por lo que representan. También conocen las conexiones y simpatías que tuvo mi tío don Segundo, sus ideas regeneracionistas e ilustradas. No asumo sólo la condición de heredero material suyo, me gustaría heredarle también espiritualmente. Mi hacienda, mi fortuna, vienen como bien saben de un designio familiar, al que no es ajena esta fortuita circunstancia vital de ser un superviviente. Una circunstancia nada grata, por cierto, todavía no hay día que no llore a mis padres, a mi tío, a mi hermano Pedro. Sería feliz si de aquí a un año pudiera estar abierta una primera Escuela en Villablino. Sería una Escuela de Niños destinada, como don Francisco y don Manuel conmigo acordaron, a ampliar la enseñanza primaria, pero también Profesional, o sea, Mercantil y Agrícola. Ustedes saben que las gentes del Valle, que son emigrantes y emprendedoras, acaban de dependientes de comercio cuando pueden en León o en Madrid o en Barcelona o en donde sea, y los que aquí se quedan no tienen más alternativa que la agricultura y la ganadería.

– Esa es la realidad… – corroboró don Francisco -. Las ideas de don Paco a ella se atienen, y las ideas pedagógicas que aquí representamos ofrecen igual sintonía. La Escuela es el revestimiento arquitectónico de una idea, como tantas veces hemos repetido. La pretensión es clara, la voluntad decisiva. De aquí a un año estará abierta esa Escuela en Villablino porque «la trae vuesa merced», malos escuderos seríamos si por nuestra incuria no se lograra.

– Ni escuderos ni caballero, aunque el de la triste figura me colme más que cualquier otro… – aseguró don Paco -. Los presentes somos los fundadores, todos a una, con igual decisión y predicamento. Si lo primero que hay que formalizar es el Patronato, imposible seria contar con mejores patronos. La amistad de ustedes es un lujo, el compromiso que asumen un regalo de los dioses, no les quepa la menor duda.

– No hay mayor satisfacción que la de ver nacer una Escuela que, a la vez, será semilla de otras… – dijo Cossío, y hubo un silencio fugaz que las brasas restañaron con la misma crepitación de las palabras, como si en el lar el fuego y las voces sostuvieran intereses comunes, un aliento parecido a favor de la misma hoguera -. Recuerdo ahora las palabras de Costa en el Congreso de Pedagogía de hace tres años y seguro que ustedes también las tienen presentes: la Escuela ha de cumplir la noble misión que le tiene confiada nuestro siglo, ha de labrar el espíritu de las nuevas generaciones para el temple que requieren las reñidas contiendas de estos tiempos. De las grandes y hermosas palabras a los hechos, de esa idea de que la creación de un espíritu es la obra por excelencia de la Escuela, a la realidad de hacerla, de fundarla, de construirla.

– Estamos comprometidos, don Paco, como no podía ser menos… – aseguró don Gumersindo -, y ya ve que no falta entusiasmo en lo que se dice. Los patronos in pectore que en la aventura le acompañamos asumiremos, además, cierto orden de trabajo en la encomienda, en aras de la mayor eficacia. Giner y Cossío orientarán los objetivos pedagógicos y didácticos, yo me cuidaré de los legales, y usted dispondrá los económicos y materiales, sin que nadie se arrogue nada y todo pueda hablarse y decidirse entre todos y en todo momento. El primer paso, serán los instrumentos legales, las correspondientes escrituras, la determinación del capital fundacional, las burocracias precisas. No me voy a pasar de leguleyo ni es ahora el momento de bajar al detalle, pero traigo papeles y estos días podremos verlos.

– Los veremos y decidiremos lo oportuno, y en Ferraz seguiremos este invierno aquilatando lo necesario… – confirmó don Paco Sierra, que removía las brasas del lar con la badila -. Don Francisco y don Manuel saben de sobra el enorme interés que tengo en el Ideario Escolar.

14  – En pedagogía, como bien se sabe, somos más naturalistas que racionalistas, más proclives al conocimiento activo que al pasivo… – dijo don Francisco -. El memorismo y la letra con sangre entra son cosas del pasado. Y no hay niño tonto, sólo padres inútiles o maestros incompetentes. De los padres no podremos ocuparnos, de los maestros sí. Ya sabe usted, don Paco, que la auténtica vocación del amigo Cossío no es otra que el magisterio. No hay función más alta y delicada ni ambición más encomiable que lograr que el mejor maestro esté en la última aldea.

– Hay que cambiar la metodología… – dijo don Manuel, que rescataba un folio entre los papeles del cartapacio – El niño debe aprender jugando, lo que implica que represente y realice los objetos de sus concepciones, un método activo y heurístico, determinado por el esfuerzo y el trabajo personal, para que la memoria deje de ser el único instrumento de la enseñanza. Hay que ampliar los programas escolares dando entrada en ellos a las ciencias naturales, a las lecciones de las cosas, a los oficios mecánicos sin desatender el desarrollo físico de los alumnos. Esa idea profesional, mercantil, agrícola, de la Escuela de Villablino, ejemplifica un ideal de estas características, al que habrá de acompañar la correspondiente metodología renovada. La pedagogía, para nuestra desgracia, sigue siendo una ciencia casi inexistente en nuestro país.

– Las bases del Ideario, don Paco… – dijo don Francisco – han de sustentarse en lo que en la Institución es un principio sagrado: hacer de la vida la escuela y de la escuela la vida, lo que se compadece muy bien con eso que Cossío menciona de las cosas, de las lecciones de las cosas, de que el niño está en la vida, está entre ellas, y con todo lo que hay en el mundo se aprende y se vive, porque se aprende para vivir y se vive para aprender. La metodología socrática es la que nos guía, y la que deberá guiar a los maestros de la Fundación: el diálogo, la conversación, esa comunicación viva tan ajena a la oratoria y a la monotonía.

– Puedo hacer un repaso previo, general, de los principios de ese Ideario que con tanta razón interesa y preocupa a don Paco. En este papel hay algunas notas… – dijo don Manuel, dispuesto a comentarlas -. Intuición, actividad, si entendemos que la una lleva a la otra. La primera como una vía de relación del niño con el mundo y un don del educador, capaz de advertir los caracteres del discípulo para estimular su desarrollo. La intuición lleva a la actividad, y en la escuela activa hay que hacer con las manos y con el pensamiento, con las cosas y con las ideas.

– La cátedra es un taller, como tanto le gusta decir a Giner… – comentó don Gumersindo – y el maestro el guía en el trabajo.

– Y los discípulos una familia, tan comprometida como la propia, si de veras el maestro es lo que debe… – aseguró don Francisco -. El vínculo exterior se convierte en ético e interno, la pequeña sociedad escolar y la otra respiran igual ambiente. Entonces la vida circula por todas partes y la enseñanza gana en fecundidad y solidez lo que pierde en pompa y libreas.

– Bueno, ya veo que hablamos casi de un programa de vida, que es lo que tanto me interesa de sus ideas… – dijo don Paco Sierra -. Veo a los niños rescatados de la oscuridad de la ignorancia, elevados a la libre motivación, al trabajo personal, a la recta orientación de su conducta. Los veo cuidando de su cuerpo y de su espíritu.

– Se apunta alto, don Paco…- dijo don Gumersindo – La ciencia, la belleza, los valores morales, el ideal de la humanidad, no nos andamos por las ramas.

– Hay algunas cosas muy concretas del Ideario, que les comento por encima… – siguió don Manuel -. La ausencia de libros de texto, sólo de consulta. El maestro expone y los alumnos escuchan y en seguida escriben lo que recuerdan. Ellos son los que deben construir su aprendizaje plasmándolo en un libro personal. La biblioteca será abundante y variada, nada mejor que el contraste de ideas y puntos de vista. El material escolar será gratuito y la Fundación correrá con todos los gastos que ocasione la enseñanza. La Escuela está abierta al mundo, los libros y materiales necesarios vendrán de donde tengan que venir, igual de Madrid que de París o Londres. El estudio de idiomas estará muy cuidado. Se trata de obtener una visión cosmopolita, universalista, de la ciencia y del mundo. El Valle, don Paco, está lejos, pero está en el centro del universo.

-Yo no voy a decir, y don Paco me perdona… – afirmó don Gumersindo – que el Valle está en el culo del mundo, él sabe mejor que nadie dónde está. De todas formas, tengo la impresión de que el asunto de las comunicaciones va para largo. La Arcadia de este Valle, como la de tantos lugares perdidos, tiene más de limbo que de otra cosa.

– A veces, Azcárate… – dijo don Paco Sierra -, se está mejor en el pasado que en el presente, en el limbo que en el cielo, lejos del mundanal ruido. Y a lo mejor llega un tiempo en que a las arcadias como ésta sólo les quede el pasado como futuro…

– El pasado me gusta menos que a usted, a no ser el pasado clásico, y el presente intentamos remediarlo esta noche con su inestimable ayuda, precisamente para ganar algo del futuro que este Valle merece… – convino don Gumersindo -, pero a Cossío aún le quedan algunas cosas más que comentar y no quiero interrumpirlo.

– Pocas, antes de que pasemos a otros asuntos. Decir que nuestra Escuela será graduada, que los exámenes de entrada serán meramente indicativos del nivel de instrucción e inteligencia de los alumnos, y que las promociones variarán entre tres y cinco años, aunque en esto habrá flexibilidad.

– Es un excelente Ideario, no me cabe la menor duda… – opinó don Paco Sierra -. Mimbres adecuadas para un buen cesto. Reconforta escucharles. No me queda más remedio que volver al principio, al agradecimiento que les debo. Tengan por seguro que esta es una de las noches más felices de mi vida.

– La recordaremos con el mismo aprecio, don Paco… – dijo don Francisco Giner -. Esta misma noche, cuando veníamos, estuvimos unos instantes poseídos por el embrujo de la luna, que nos libraba del embrujo de la nieve o, al menos, esa sensación tuvimos. Me parece que fue Azcárate el que mencionó la medida astrológica que la luna tiene de la imaginación y la fantasía, una medida femenina, creativa. Fundar es crear, y la sensación era también una previsión, un presentimiento. Era la luna del Valle y algo habrá en todo lo que acabamos de tratar y de decidir del sueño del Valle, de lo bueno que el Valle pudiera soñar para sí mismo.

15   Amanecía con la misma parsimonia con que la noche se fue difuminando, de modo que el fulgor plateado era un reflejo en la primera luz del horizonte, sin que el borde opaco de las nubes lograra contener el brillo final de la luna disuelta, y el vacío de la noche y el alba confluyera en la frontera de nadie del firmamento, en un espacio sin dueño en el que la luz y la oscuridad estaban huérfanas.

Parecida orfandad a la que desazonó a Cossío durante el sueño liviano que tantas veces le hizo despertarse.

Se acostaron tarde.

La habitación de Cossío estaba sumida en aquella claridad a la que resultaba difícil sustraerse, y con insistencia volvieron a sus oídos las palabras que repetían que la nieve estaba en los altos y que no tardaría en llamar a la puerta.

Hubo un momento del sueño en que escuchó la llamada. La nieve era una anciana que bajaba del monte y se acercaba a la casa Sierra para llamar.

La imagen de la anciana no parecía segura, también podía ser una doncella disfrazada de anciana, en realidad esa imagen del sueño era la más mudable, la más incierta.

Escuchó tres golpes y despertó, también pudo soñar que despertaba, y lo que acabó contando al día siguiente a don Francisco, su maestro, se acomodaba mal a la verdad del sueño, si es que a los sueños los sustenta alguna verdad que pueda constatarse.

– Me levanté y salí de la habitación con la intención de abrir a quien llamaba.

– Llamarían sus fantasmas, Cossío… – dijo don Francisco Giner sin demasiado interés -. Siempre son nuestros fantasmas los que en los sueños nos llaman.

– Era don Paco, fíjese qué raro, el mismísimo don Paco llamando a la puerta de su casa. Nadie parecía dispuesto a abrirle, tampoco yo me atrevía.

– Bueno, el sueño hace justicia a un hombre solitario. Eso es don Paco, un hombre solitario.

– Pensé que no podía entrar y que se iba, no repetía la llamada, tal vez no quería despertar a nadie, molestar. Se marchó, caminaba por el Valle, en ninguna puerta se atrevería a solicitar ayuda. Volví a la cama, no pude conciliar el sueño.

– Es usted joven, Cossío… – dijo don Francisco, sin poder evitar un asomo de melancolía en la mirada -. Tan sabio como joven, tan tenaz como misericordioso. La vida todavía no le dio todas las lecciones que le pide a las cosas.

Luis Mateo Díez, Las lecciones de las cosas (Laciana suelo y sueño), León, EDILESA, 2000
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