Jardín cerrado
En el interior de esta casa típica lacianiega que nos da la espalda se encuentra una cuadra similar a aquella en la que nuestro autor imaginó, y nosotros podemos imaginar, la esperpéntica escena de D. Basilio y el pesebre, ejemplo del disparatado humor que recorre la novela La fuente de la edad (1986), por la que recibió al año siguiente el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura.
Aprovechando su situación en el trayecto de la ruta, y con el beneplácito de su actual dueño, Conrado, la hemos elegido para suplantar al escenario “real” y sin duda lejano, desde el que el perturbado personaje rememora su pasado en el Valle, (-allá en Laciana– resalta Luis Mateo en su lectura)
Quina Candemuela, la hermana de don Basilio, salió a recibirles a la cancilla del corral. El humo mañanero se despegaba perezoso de la chimenea de las hornas, ceñido a los tejados como si quisiera aventar su aroma de leña y paja. Las primeras voces animaban la salida de los rebaños.
-Ay, Dios, Aquilino, el tiempo que hace que no te vemos.
-Ni tres semanas llevo en La Omañona.
-Yo lo que quería es que hubieras cenado en casa con estos señores amigos tuyos. Pero a ese hombre ya no hay quien lo saque de ahí. Antes era sólo dormir, pero ahora se aposentó y no se mueve. No saben ustedes el gusto que tengo en conocerles.
Saludaron los cofrades a la mujer y la siguieron por el corral hasta la parte trasera de la casa.
-Cuiden no resbalarse -advirtió-, porque esto está limpio hasta lo que se puede.
Entraron tras ella en la cuadra. Era un amplio local sumido en una benigna penumbra, con un largo pesebre en el centro a cuyos lados rumiaban una docena de vacas y algunos terneros. Al fondo había otro pesebre, donde los cofrades pudieron distinguir la yacente figura de un hombre, arrebujado entre la hierba y las mantas. Pendían del techo, entre las vigas requemadas y los desiguales tablones, melenas de hierbas у telarañas, polvorientos racimos del viejo pajar.
-Mira, Basilio, es Aquilino y esos amigos –anunció Quina— Ya ven ustedes en lo que este hombre vino a parar.
-Calla, deslenguada -dijo don Basilio, incorporándose-, calla y arrímales unos taburetes para que se sienten. Si son amigos de Aquilino, son de confianza. Aquí están en su casa, caballeros. Y tú, barbián, ¿dónde coños te metes, tan lejos está el Castro para subir a pegar la hebra un rato?
-Este año me entretuve en Madrid más de lo debido, don Basilio -se disculpó Aquilino—. Ya le decía a Quina que no llevo en La Omañona ni tres semanas.
-Tráeles a estos caballeros unos vasos de leche -ordenó don Basilio a su hermana—. Aquí hay que probar la leche cruda, luego ya pueden echar millas por esos caminos.
Se acomodaron los cofrades y se sentó don Basilio, apoyado en la esquina del pesebre, bien cubierto con las mantas. Un continuo temblor estremecía su esquilmado cuerpo, un temblor que también alcanzaba su mandíbula, que se movía inquieta.
-No vayan a pensar -dijo, después de un escalofrío- que vivo aquí en la cuadra, por el gusto que pueda darme la compañía de estas suizas tan lecheras. Aunque es verdad que muy agradecido tengo que estarlas. Es esta temperatura, tan propia del calor animal, la que me ha traído. El enfermo siempre busca el alivio que puede.
-Don Basilio –informó Aquilino- padece desde antiguo esta dolencia, un enfriamiento pertinaz.
-Eso mismo padeció –dijo Benuza- el emperador romano Galieno, a quien en sus últimos días templaban con sangre de pichones.
– A mí me ayuda este ambiente -reconoció don Basilio-, y este jato que ahí ven, un bicho tierno y noble que ya tiene aprendida la costumbre.
Señalaba don Basilio a un sombreado ternero que reposaba al extremo del pesebre, y que miró a los cofrades con el gesto modoso del pariente agradecido.
-Lo malo es que lo mío no viene de una enfermedad, sino de un accidente, y no hay remedios ni medicinas. Yo, como Aquilino ya les habrá dicho, anduve haciendo, desde muy joven, calicatas por estos montes de La Omañona, porque la minería la llevaba en la sangre, heredada de mi padre. Todas las explotaciones del Valle Manjarino, al norte de la comarca, fueron mías. Unas malvendidas luego, y otras requisadas y con pleitos. Y en un pozo del Valle, en la que fue después La Furada, la mina de mejor antracita que jamás se viera en La Omañona, allí tuve el accidente, con un barreno que explotó cuando no debía, y que en el pozo me dejó sepultado. Cinco días con sus cinco noches, con ambas piernas quebradas, sin poder moverme, y el agua helada de un manantial cayéndome por el cuello y el pecho. No se crean que fue ni el dolor ni el hambre ni la angustia de verme imposibilitado, lo peor fueron aquellos temblores, aquella maldita humedad que me corroía los huesos, la mojadura que hasta el alma me encharcó para el resto de mis días.
Los cofrades observaron que don Basilio se crispaba con un violento y persistente escalofrío, como si intensificara el recuerdo la amenaza de su mal.
-Morico, Morico -llamó, revolviéndose en las mantas hasta lograr que sus pies desnudos asomaran por encima del pesebre.
Quina Candemuela, que había repartido los vasos de leche, le ayudó a acomodarse y vertió sobre los pies de su hermano un puñado de sal. El ternero avanzó sin separarse del pesebre, acercó con mansedumbre su cabeza a los pies de don Basilio y comenzó a lamerlos con fruición.
-Ay, Morico, qué bueno y generoso eres -decía don Basilio, recuperándose-. ¿Qué haré sin ti, cuando de novillo tengas que abandonar esta cuadra? Fíjense ustedes a lo que puede llegar la querencia de un animal. No hay nada que me alivie tanto.
-Desde luego -reconoció Benuza- se trata de un hecho notable. Habría que recurrir a los fabulistas para encontrar algún ejemplo de parecida abnegación.
Quina retiró los vasos que los cofrades vaciaron complacidos, y don Basilio volvió a recostarse, reconfortado, en la esquina del pesebre.