El refugio
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Aitor Caneiro Ruiz
Isaac Menéndez Sabugo
J.Fernando Díez Rivas
Chema Vegas Delgado
Este edificio, hoy sede de la Oficina de Turismo y de diversas asociaciones, albergó en su día el Ayuntamiento de Villablino. En su segunda planta, reservada para vivienda de la familia del secretario, nació el 21 de septiembre de 1942 Luis Mateo, el cuarto de los cinco hijos de D. Florentino Agustín Díez y Dña. Milagros Rodríguez. La parte superior de la casa está ocupada por el desván.
El refugio es el primero de los 6 relatos que usaremos en el recorrido tomados de Días del desván (1997), libro de difícil catalogación, del que el también escritor y crítico Tomás Val dice que “tanto influyó esa recreación de los días infantiles en el imaginario colectivo que días del desván ha pasado a convertirse, para mucha gente, en una expresión recurrente para referirse a la infancia y al peculiar mundo de fantasía y realidad en el que habita”
Producto de esa fantasía es Ciro, el muerto apacible que salta de los sueños a la “realidad” en este capítulo en el que los niños empiezan a vislumbrar que un lugar de castigo, como el desván, puede convertirse en un refugio, en un escenario de juegos imaginativos, en un islote de libertad.
Hasta que descubrieron que el Desván era un refugio pasó algún tiempo. La idea del refugio se acomodaba muy bien al secreto, y fueron los secretos desvelados en el misterio y el sigilo los que contribuyeron a que esa idea se afianzara, de modo que el refugio era un escondite y un lugar clandestino que ofrecía innumerables hallazgos.
Pero hasta que se produjo ese descubrimiento, el sueño de los niños traviesos, encerrados en el Desván para expiar las travesuras, recreó los consabidos fantasmas, más fúnebres desde que comenzaron a obsesionarse con la presencia de un muerto que recorría por la noche los pueblos del Valle y subía después al Desván.
Soñaron con él cuando escucharon contar esa historia que no entendían del todo, y el sueño anticipaba un miedo que iba a incrementar el horror del Cuarto Oscuro.
No era mucho lo que podían percibir entre el temblor que les mantenía abrazados sobre el peligro de la sima, entre otras cosas porque el silencio apenas superaba al llanto. Las sombras del Desván eran espesas como las ramas del bosque, pero no se movían, estaban quietas, petrificadas, y sólo el polvo resbalaba por ellas con la misma suavidad con que se deslizaba la nieve en los tejados.
El terror hacía que el abrazo de los niños traviesos se estrechara mientras los dedos se clavaban en sus espaldas hasta hacerse daño. En el sueño oían respirar al muerto y en la oscuridad del Desván escuchaban el suspiro de un hombre cansado.
El muerto se llamaba Ciro y, según se contaba en el Valle, al menos en las cocinas más aficionadas a rememorar el destino de los difuntos, paseaba su muerte con mucha paciencia, al contrario de los muertos que no tienen perdón y mendigan desesperados hasta que la piedad alivia su condena.
Se decía que Ciro era un muerto apacible, trasnochador y holgazán, en paralela condición a como había sido de vivo. Una de esas personas lentas y sosegadas que no encuentran el momento de levantarse ni la ocasión de acostarse, y que a lo largo del día se demoran con cualquier entretenimiento y llegan tarde a todos los sitios.
Como muerto apacible no parecía ocultar ninguna culpa que lo mantuviera en ese trance peripatético, lo que podía hacer pensar que, de acuerdo con su proverbial costumbre de llegar siempre tarde, había llegado así a la otra vida y le habían dejado fuera: una manera de castigar su informalidad.
Ciro andaba de noche por los pueblos del Valle pero no aparentaba ningún desasosiego, era un paseante inocuo de los que van y vienen sin cometido, casi igual que había sido en vida, lo que ayudó a que el comentario de su presencia no creara especiales preocupaciones, más allá de la pesadez de tener que seguir aguantándolo.
Dicen que el tiempo fue deteriorando su figura y que en aquel andar cansino se iba percibiendo el peso de la edad, aunque pensar en el tiempo y la edad de los muertos parezca un dislate.
Las espaldas de Ciro se encorvaban y el traje cobraba sobre el cuerpo esquilmado la holgura de la vestimenta de los espantapájaros. Era el traje del enterramiento y a pesar de su declive harapiento conservaba la finura del apresto originario, lo que llenaba de orgullo al sastre de Lumajo que lo había confeccionado.
El muerto anduvo por el Valle el tiempo de la infancia de los niños castigados. Los niños crecieron y alargaron su infancia todo lo que les fue posible. Por aquellos años, al menos en el Valle, las infancias duraban mucho, se tardaba más de la cuenta en hacerse adolescente y no digamos en alcanzar la juventud.
Las posguerras detienen el tiempo porque provienen del tiempo más terrible, que es el de las guerras, sobre todo el de las guerras fratricidas, y lo detienen porque están llenas de desolación y derrota, de humillación y amargura, sustancias que envenenan la confianza y la esperanza, y hacen que el tiempo sea una laguna en la que el agua de los días no se mueve.
Ciro subió al Desván y los niños traviesos, que ya conocían su existencia en las noches andariegas del Valle, le escucharon suspirar. Supieron que era él con toda certeza porque suspiraba con la misma compasión con que le habían oído en los sueños.
-No quiero asustaros -dijo con aquella voz del más allá de quien nunca había ido más lejos del Pando-, sólo descansar un poco, porque estoy molido.